Natale Amprimo
El Comercio, 15 de octubre del 2025
“La pregunta que debemos hacernos es si nuestro presidencialismo nos ha venido generando estabilidad”.
Como sabemos, la diferencia entre un régimen presidencial y uno parlamentario es la independencia o interdependencia política de las ramas legislativas y ejecutivas, como acota Tsebelis (“Jugadores con veto: cómo funcionan las instituciones políticas”, 2006).
En un régimen parlamentario puro, quien lidera el Poder Ejecutivo surge del Congreso. Es decir, su elección la hace el Legislativo y, en ese sentido, si pierde el apoyo ahí, puede caer. Digo puede porque, con el voto de censura positivo que se creó en Alemania (1949), se logró un antídoto al vacío de poder que se generaba cuando se producía una censura sin previo acuerdo de quién entraría como reemplazo. Con el invento alemán, la moción de censura trae consigo el nombre del reemplazo incluido, lo que evita la incertidumbre y, en consecuencia, hasta que no haya una mayoría que convenga en quién es el reemplazo, el gobernante, aun cuando carezca del apoyo mayoritario, puede mantenerse.
En un régimen presidencial puro, tanto el Congreso como el presidente del gobierno provienen de elecciones independientes, con plazo fijo determinado.
Se ha escrito mucho sobre si los sistemas parlamentarios son mejores o peores que los presidencialistas. Nosotros, si bien tenemos tradicionalmente un sistema presidencialista, hemos incorporado con el tiempo algunas figuras del parlamentarismo; como siempre, nunca nos conformamos con los modelos originales y buscamos crear algo singular que nos distinga de lo clásico, incluyendo figuras novedosas, aunque no siempre compatibles. El resultado: una suerte de arroz con mango institucional que nos mantiene en el caos.
Es más, cada vez que colapsamos –algo reiterado, como se comprueba con una simple revisión histórica de nuestra vida republicana–, surgen nuevas peculiaridades que se van engastando a nuestro prototipo institucional. Así, vivimos en permanente crisis y siempre confiados de que nuestra ansiada estabilidad política se logrará como consecuencia de los cambios normativos que se introducen y se venden, vez a vez, como una panacea. Esa es nuestra realidad. Algo más, esos cambios, que en su mayoría se aprueban alocadamente, no son fruto de una seria reflexión que nos motive a entender que hay aspectos y conductas que debemos variar en nuestro comportamiento social para no repetir los errores.
Dicho ello, la pregunta que hoy debemos hacernos es si nuestro presidencialismo nos ha venido generando estabilidad; es decir, si debe seguir siendo la forma de gobierno para nuestra democracia y el desarrollo del país.
Juan Linz, en su clásica obra “La crisis del presidencialismo” (1996), sostiene que el presidencialismo no tiene capacidad para sustentar regímenes democráticos. Decía que el parlamentarismo era más flexible al proceso político, pues el presidencialismo lo hacía muy rígido.
En un sistema parlamentario, una vez que se han celebrado elecciones, o bien hay un partido mayoritario que forma el gobierno, o bien los distintos partidos entablan negociaciones para la formación del gobierno, dando como resultado un gobierno que cuenta con el respaldo del Parlamento. Si en algún momento ese respaldo se pierde, un voto de confianza resuelve el problema.
Por el contrario, en los sistemas presidenciales no hay un mecanismo de solución de conflictos entre el Ejecutivo y el Legislativo. En consecuencia, el conflicto siempre se resuelve de forma un poco traumática: la disolución del Congreso o la vacancia del presidente, tan recurridos últimamente.
Creo que nuestro récord presidencial (siete presidentes en nueve años) nos obliga a repensar nuestra forma de gobierno.