Diego Macera
El Comercio, 21 de setiembre del 2025
“En vez de seguir dinamitando [el sistema previsional] desde dentro con más y más retiros, mejor ponerse las pilas para buscar soluciones realistas, sostenibles y razonables”.
A nadie con dos dedos de frente debería sorprenderle que cientos de miles de personas prefieran plata hoy que plata mañana. No hace mayor falta especular sobre las razones. Son varias y evidentes, pero debería bastar con señalar que no es casualidad que los sistemas de contribución a las pensiones de vejez sean obligatorios en casi todo el mundo: porque de lo contrario muy poca gente ahorraría lo suficiente.
Esto no es lo incomprensible de todo este embrollo alrededor del octavo retiro de los ahorros de la AFP. Lo incomprensible, lo insondable, es la contradicción con la que vivimos —de lo más normal— al tener un sistema de pensiones privado que ya no da pensiones y que —cada vez que podemos— le asestemos un golpe para ver si con ese gancho de izquierda sí termina de caer. Es ilógico mantener un sistema que existe por política de Estado y a la vez fomentar, desde ese mismo Estado, que se desangre todos los años. O una o la otra.
Algunos datos rápidos. Antes de la pandemia, la suma de todos los ahorros de los afiliados en las AFP alcanzaba S/175.000 millones. Hoy está más cerca de S/115.000 millones. Con el nuevo retiro, se estima que andaremos por los S/90.000 millones hacia inicios del próximo año. Si consideramos el efecto de la inflación, podemos estar seguros de que en el 2026 habrá menos de la mitad de soles reales en el sistema que en el 2019. ¿Cómo se ve esto para los afiliados individuales? A mediados del 2025, siete de cada ocho ya tenían menos de una UIT (S/5.350) en su cuenta de retiro. Dicho de otro modo, en los últimos cinco años nos hemos comido lo que costó tres décadas acumular. Un afiliado que sacó todo lo posible en los siete retiros se ha llevado, en suma, S/90.700 desde el 2020.
Agréguese a ello que más del 90% de quienes se jubilan escogen llevarse todo o parte de su fondo acumulado en vez de comprar una pensión, convirtiendo el sistema en uno de ahorro forzoso de largo plazo, no un sistema de pensiones.
Regresando a la contradicción inicial, quizá deberíamos empezar por la pregunta previa. Pongámonos de acuerdo. Sincerémonos. ¿Queremos o no queremos, como país, un sistema de pensiones privado de ahorro individual? Si la respuesta es sí, entonces es un sinsentido continuar con los retiros de las AFP. Se puede cambiar tal o cual regulación del sistema para incluir a más gente, bajar comisiones, incorporar formas de jubilación, etc., pero retirar lo acumulado para quedarse en cero es una contradicción a la existencia del propio sistema. Algunos dicen que este es el costo político necesario para que subsista el mecanismo pero, dado que vamos en el octavo desembolso anticipado y contando, se podría también decir que estos retiros le dan tanto oxígeno político como un rodillazo al hígado.
Si la respuesta es, más bien, que no lo queremos, entonces tendremos que ser muy conscientes de las consecuencias. El peor escenario —y hacia donde nos están llevando de las narices sin que lo notemos algunos políticos— es nacionalizar o “solidarizar” nuestro fondo acumulado o nuestros nuevos aportes. A matricularnos todos en un sistema de reparto estatal como la ONP, o peor, que simplemente nos los roben subrepticiamente, como sucedió en Argentina. Otros imaginan ser el único país del mundo entre los de ingresos medios y altos —fuera de Nueva Zelanda— en el que no hay aportes obligatorios (nótese aquí la ironía de terminar siendo, en pensiones, una suerte de experimento libertario —con pura responsabilidad individual y ninguna intervención del Estado— gracias al empuje en parte de los políticos y activistas más cercanos a la izquierda). El resultado sería que varios en edad avanzada no necesariamente tendrán los medios para vivir adecuadamente, habiendo tenido la posibilidad de ahorrar para evitar la pobreza en la vejez. Pensión 65, o cualquier programa social de transferencias para adultos mayores, pagados con impuestos de todos, serán más caros, o las familias tendrán que hacerse cargo.
¿Existe algún punto medio? Hay varios, aunque debatibles. Por ejemplo, algunos países, como Sudáfrica, dividen los aportes en dos partes: una que va a un fondo que se puede retirar cada cierto tiempo, y otra que se debe quedar para pensión. Pero dado que nuestra tasa de aporte ya es baja (10%, y solo sobre 12 de 15 sueldos anuales), sería necesario subirla si vamos a partirla, sobre todo entre quienes realicen retiros, o elevar la edad de jubilación. Tampoco queda muy clara la legitimidad del Estado para forzar esta suerte de pandero individual institucionalizado, con ahorros a uno o dos años, más allá de ser una válvula de escape política.
Otra opción —quizá complementaria con la anterior— es mantener los aportes obligatorios solo hasta que se llegue a cierto monto. En el extremo más bajo, se debería alcanzar por lo menos un ahorro suficiente para comprar una renta vitalicia equivalente a una canasta básica de consumo, que es la línea de pobreza, ajustable por inflación. En otras palabras, sería requisito ahorrar solo hasta que puedas garantizar, papelito en mano, que no serás pobre en la vejez. Luego de eso, aporte voluntario. Compañías de seguros podrían ofrecer este producto y competir por precios y otros atributos. Cualquier renta al momento de la jubilación por encima de la línea de pobreza —o de otro corte más alto que determine la ley— sería ya responsabilidad de cada uno, no de los otros afiliados ni contribuyentes. En parte, además, ello podría hacer más barata la formalidad entre personas mayores, puesto que varias ya no tendrían que seguir cotizando.
A precios actuales, alguien de 65 años hoy podría comprar una pensión vitalicia similar a la línea de pobreza (S/454 mensual por persona en el 2024) por cerca de S/80 mil (menos de lo que se ha podido retirar hasta ahora). Un joven que empieza ganando el salario mínimo, aporta por solo 20 años de manera intermitente, y mejora muy poco sus ingresos a lo largo de su vida laboral, podría llegar a ese monto al momento de jubilación sin mucho problema, asumiendo que no hace retiros. Quienes ganen más y ahorren más, llegarían antes, y no tendrían que seguir aportando luego si no quieren. Otros cortes algo más ambiciosos podrían incluir alcanzar una pensión mínima ONP (S/600) o un salario mínimo (S/1,130), siempre ajustando a inflación. No es lo ideal, pero quizá sí lo políticamente posible y más fácil de justificar desde un punto de vista liberal y fiscal. Personas con pensiones ya por encima de la línea de pobreza no obtendrían transferencias públicas.
El octavo retiro, la eliminación del aporte de independientes y la restitución total del 95,5% (todas malas ideas) pueden haber calmado las aguas por un tiempo, pero esta discusión volverá y conviene tener herramientas realistas a la mano. Uno de los puntos de fondo de este debate es que no se puede conseguir mejores pensiones sin más aportes. Se puede ajustar las tuercas, pero es imposible pensar que, sin ayuda del resto de contribuyentes, alguien que ha aportado poco durante algunos cuantos años podrá de pronto tener una pensión adecuada, aun asumiendo rentabilidades enormes y costo de administración cero. Es como intentar obtener un kilo de pan a partir de 50 gramos de harina con mejoras en la receta. Simplemente no se puede. Y esa realidad, en buena parte explicada por la informalidad, ha contribuido a restarle credibilidad a todo el sistema. Pero en vez de seguir dinamitándolo desde dentro con más y más retiros, mejor ponerse las pilas para buscar soluciones realistas, sostenibles y razonables antes de que terminemos todos nacionalizados o “solidarizados”.