Maite Vizcarra
El Comercio, 18 de setiembre del 2025
“El hacktivismo, bien entendido, puede interrumpir rutinas, irrumpir en espacios físicos y digitales para provocar acción”.
Un sánguche peruano logró lo que pocas campañas políticas consiguen: movilizar multitudes, cruzar fronteras y generar orgullo compartido. Todo gracias a un ‘call to action’ tan simple como sabroso: “Prueba el mejor desayuno del mundo”. ¿Qué pasaría si lográramos lo mismo con la democracia?
El pan con chicharrón no solo ganó un campeonato gastronómico. Desató una fiebre global. Lo vimos en Lima, con colas interminables frente a chicharronerías; en Nueva York, donde un ‘food truck’ quedó vacío en pocas horas; en Madrid, donde los seguidores de Ibai Llanos buscaban ansiosos un sánguche en cada esquina; y en París, con panes repartidos al pie de la torre Eiffel como si fueran banderas. Las imágenes viralizadas, los ‘hashtags’ y los videos caseros no fueron espontaneidad pura: fueron activismo digital, hacktivismo en su versión más deliciosa.
Eso es, en esencia, el hacktivismo: la capacidad de transformar información en acción, de traducir un mensaje en una experiencia compartida, de movilizar voluntades a través de lo digital. El Mundial de los Desayunos dio el marco; las redes sociales hicieron el resto. Y lo interesante no es solo el efecto viral, sino la manera en que un objetivo aparentemente trivial –comer pan con chicharrón– se convirtió en un objetivo trascendente: afirmar una identidad, proyectar orgullo nacional y, sobre todo, generar comunidad.
¿Qué pasaría si usáramos esa misma energía no solo para rendir culto a nuestro sánguche favorito, sino para revisar a los candidatos que buscan gobernarnos? ¿Y si transformáramos la pasión que llevó a peruanos en España o Francia a morder un pan con chicharrón, en pasión por un voto informado, por un Congreso decente, por instituciones menos capturadas por la mediocridad?
El hacktivismo, bien entendido, puede interrumpir rutinas, irrumpir en espacios físicos y digitales para provocar acción. El ‘call to action’ es su herramienta central. En este caso, fue sencillo: “Anda, prueba el pan con chicharrón”, “dale ‘like’ al pan con chicharrón”. Eso más que una estrategia clara, fue toda la victoria: identificar audiencias, usar medios propios y prestados, medir reacciones y amplificar lo que funcionaba. La pregunta incómoda es por qué no logramos lo mismo con causas más críticas. ¿Por qué no podemos viralizar con igual entusiasmo la necesidad de frenar la corrupción, de revisar una hoja de vida antes de votar, de exigir transparencia en las listas de candidatos al Congreso 2026? Tal vez porque nos falta convertir esos temas en experiencias compartidas, en gestos simples que se puedan replicar, en símbolos que transmitan orgullo y pertenencia. Nos falta –digámoslo sin miedo– innovar nuestra participación ciudadana y política.
El reto es trasladar las lecciones de esta chicharronmanía a nuestro ecosistema cívico. Diseñar campañas con objetivos, audiencias específicas, tácticas creativas y métricas. Entender que la viralidad no se improvisa: se planea, se produce, se implementa y se evalúa. Como hicieron los millones de personas que se dieron el trabajo de crear memes, videos y campañas de adhesión completas.
El pan con chicharrón nos regaló un espejo inesperado. Nos mostró que sí sabemos movilizarnos digitalmente, que sí podemos conectar orgullo e identidad a través de las redes sociales, que sí respondemos cuando se nos convoca con un mensaje auténtico. Ahora falta lo más difícil: trasladar esa misma energía a causas menos sabrosas, pero más urgentes.