Gabriel Daly
El Comercio, 15 de setiembre del 2025
“No se defiende la democracia celebrando atentados contra quienes piensan distinto, por más extremos que sean sus discursos”.
Los asesinatos políticos siempre sacuden la historia. El disparo que mató al archiduque Francisco Fernando en Sarajevo no solo segó la vida de un hombre, sino que encendió la mecha de un conflicto global. La lección es clara: los magnicidios no ocurren en el vacío; actúan como catalizadores en contextos frágiles.
Hoy la pregunta es inevitable: ¿qué está pasando en el mundo? En el 2018, Jair Bolsonaro, entonces candidato en Brasil, fue apuñalado durante un mitin. En el 2023, el ecuatoriano Fernando Villavicencio fue acribillado en Quito en plena campaña. Un año después, en el 2024, Donald Trump resultó herido durante un discurso en Pensilvania. En junio de este año, el precandidato presidencial colombiano Miguel Uribe Turbay recibió tres disparos de un adolescente. Y hace apenas unos días, el activista Charlie Kirk cayó bajo el fuego de un francotirador en Utah.
Si buscamos patrones, varios saltan a la vista. Todos estos ataques ocurrieron durante campañas o actos públicos de alta exposición. Segundo, fueron capitalizados políticamente: en Estados Unidos, el caso de Trump profundizó la polarización y endureció el discurso sobre seguridad; en Ecuador, el asesinato de Villavicencio se convirtió en símbolo del avance del crimen organizado sobre el Estado. Por último, todos se desarrollaron en un clima de desconfianza institucional y tensión social.
Los atentados rara vez son improvisados: surgen en un contexto en el que el adversario político deja de ser un competidor y pasa a convertirse en un enemigo al que hay que anular. La línea que separa el insulto de la agresión puede ser más frágil de lo que creemos. La polarización, además, no reconoce fronteras. Se alimenta de frustración, discursos extremos y deslegitimación institucional.
Existen, sin embargo, diferencias que no conviene pasar por alto. En nuestra región, los asesinatos de Villavicencio y de otros líderes llevan la marca del crimen organizado: muertes por encargo, ejecutadas por sicarios para enviar un mensaje tanto a rivales como al propio Estado. En contraste, los casos de Trump y –hasta ahora– Kirk apuntan a atacantes solitarios, sin una red criminal detrás y, en ocasiones, sin una ideología definida. En suma, las motivaciones varían –ideología radicalizada, desequilibrio personal o cálculo criminal–, pero todas desembocan en la política atravesada por la violencia.
La evidencia empírica muestra, además, que las sociedades empiezan a aceptar con mayor naturalidad la violencia como herramienta política. Según la encuesta anual de Foundation for Individual Rights and Expression, en Estados Unidos, uno de cada tres estudiantes considera que podría justificarse el uso de la violencia para silenciar a un orador. La señal es inequívoca: una generación comienza a percibir la violencia no como una excepción, sino como un argumento.
De allí que convenga insistir en algo: no se defiende la democracia celebrando atentados contra quienes piensan distinto, por más extremos que sean sus discursos. Un atentado contra un adversario nunca es una victoria, es una derrota de la convivencia democrática. Y si queremos ejemplos de que es posible discutir con firmeza sin apelar al odio, basta mirar el programa de YouTube de Paolo Benza, donde el periodista Fernando Llanos y Aldo Ferrini, gerente general de AFP Integra, debatieron con intensidad sobre el sistema previsional con mucho respeto. Ese es el camino: confrontar ideas, no eliminar personas.
El Perú no puede mirar estos sucesos como si fueran realidades lejanas. Estamos entrando en un ciclo electoral marcado por la crispación, la desconfianza y la frustración frente a un Estado que no funciona. Además, arrastramos un sistema político deslegitimado, municipios penetrados por el crimen organizado y un Congreso desconectado de la ciudadanía. La polarización está ya incrustada en redes sociales, en programas políticos que olvidan la discusión de ideas, en candidatos que construyen su popularidad a partir del insulto.
Los atentados en el exterior nos recuerdan lo que está en juego dentro de nuestras fronteras: el riesgo de que la violencia reemplace al debate y de que el miedo termine convirtiéndose en el principal elector. La advertencia ya está escrita; lo que falta es leerla a tiempo.