Jaime de Althaus
Para Lampadia
La última impertinencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha sido la resolución que ordenó a las autoridades judiciales peruanas a abstenerse de aplicar la ley de amnistía, una clara interferencia en las decisiones de los poderes constitucionales peruanos.
Ya antes había aprobado una resolución que ordenaba al Estado peruano no aprobar o no ejecutar la ley que dispone que el tipo penal de lesa humanidad solo se aplica a partir del momento en que el Perú firmó el convenio internacional correspondiente, pese a que el Perú había adherido a la Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y los Crímenes de Lesa Humanidad precisamente con la reserva de que rige para «los crímenes cometidos con posterioridad a su entrada en vigor para el Perú», es decir de 2003 en adelante.
La ley no añadía nada nuevo. Y antes incluso tuvimos la orden de la CIDH al Tribunal Constitucional peruano de dejar sin efecto el indulto a Fujimori.
Sencillamente no es admisible que un organismo externo pueda ordenar a los jueces que no apliquen una ley aprobada por el Congreso, o al Estado peruano que su Congreso no apruebe una ley o que, si se aprueba, no se ejecute, o al Tribunal Constitucional que resuelva de una u otra manera.
Como han señalado varios constitucionalistas, la CIDH claramente se extralimita. Sus resoluciones entrañan una injerencia indebida e inaceptable en decisiones soberanas de los poderes constitucionales peruanos.
Como hemos argumentado en ocasiones anteriores, no es admisible que el Perú no pueda tomar decisiones legislativas, judiciales o constitucionales propias para resolver problemas traumáticos que generan ‘impasses’ y mantienen heridas abiertas.
Si el Perú no tiene soberanía en temas trascendentales para su desenvolvimiento, nunca aprenderá a ejercer el dominio de su propio destino.
Si no es autónomo en asuntos que tienen que ver con su capacidad de organizar la convivencia ciudadana, jamás llegará a la mayoría de edad institucional.
Menos aún si para ello depende de instancias externas que ni siquiera son imparciales desde el punto de vista político e ideológico.
Se argumenta que la soberanía nacional ya no existe o es muy relativa, y la prueba es que en lo económico la Organización Mundial del Comercio dicta sanciones y los tribunales internacionales resuelven demandas de inversionistas extranjeros en nuestro país. Pero no es comparable.
Esas inversiones son justamente extranjeras y el flujo e intercambio de bienes y capitales se da en el ámbito global. Entonces, se requiere de un árbitro global.
Pero las relaciones políticas se dan en un ámbito nacional, que se autodetermina, y lo que necesitamos es fortalecer nuestra estructura constitucional para autodeterminarnos mejor.
Por eso, hemos sostenido que el Perú debería retirarse de la competencia contenciosa de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Porque La Corte no solo se extralimita y tiende a frustrar un proceso de auto aprendizaje. También comete injusticias, originadas en una posición política o ideológica que la inclina hacia un lado.
Recordemos, por ejemplo, el caso del magistrado del Tribunal Constitucional Vergara Gotelli, cuyo voto fue cambiado por cuatro otros magistrados del propio TC para negar un hábeas corpus en favor de los marinos en el Caso El Frontón. Se trató de una alteración punible de un voto. Cuando el Congreso procedió a investigar el caso, la corte le ordenó no hacerlo. Santificó un delito.
Pero no solo santificó un delito. Interrumpió un proceso local de justicia. En esencia, interfirió en un proceso de dilucidación y solución nacional de asuntos políticos y jurídicos para el que el Perú debe tener autonomía. Es institucionalmente castrante que nuestro país no pueda tomar decisiones propias acerca de asuntos de la más alta importancia política.
Por eso, repetimos, el Perú debería salirse de la CIDH y regresar a ella haciendo reserva de los temas políticos y de terrorismo. Por la salud de nuestra democracia. Lampadia