Omar Mariluz Laguna
Gestión, 25 de agosto del 2025
Cada vez más jóvenes abandonan la búsqueda de empleo y terminan encontrando en las economías ilegales la única ruta abierta.
En el Perú, el desempleo juvenil ya no se mide solo en encuestas, sino en las esquinas tomadas por mafias que reclutan sin preguntar por currículum. Miles de jóvenes dejaron de buscar trabajo porque dejaron de creer que lo encontrarían, justo cuando el país enfrenta un récord de homicidios y extorsiones. En esa ecuación perversa, el crimen organizado se ha convertido en el empleador más activo, ofreciendo dinero rápido y pertenencia en un terreno donde el Estado brilla por su ausencia.
Los datos son claros. En Lima Metropolitana, la población en edad de trabajar creció casi 343,000 personas entre mayo y julio de este año: Pero quienes realmente forman parte de la PEA-los que tienen o buscan empleo- apenas aumentaron en 98,000. En cambio, los que ni trabajan ni buscan se dispararon en más de 244,000. No hablamos de un capricho generacional ni de un colectivo que decidió tomarse un sabático masivo. Hablamos de una tendencia que lleva siete trimestres consecutivos y que expone a miles de jóvenes a un limbo laboral peligroso.
Ese vacío no se queda en el aire. Según especialistas, buena parte de los que abandonan el mercado laboral formal terminan enganchados en actividades ilegales. Extorsión, minería ilegal, narcotráfico, préstamos «gota a gota»: todos rubros que, lamentablemente, sí generan empleo y que hoy avanzan a pasos más firmes que los sectores productivos de la economía legal.
El fenómeno tiene una lógica cruel pero evidente. Un trabajo formal en el Perú muchas veces ofrece bajos sueldos, inestabilidad y jornadas interminables. El crimen, en cambio, promete liquidez inmediata, poder y un sentido de pertenencia. ¿Cuál creen que termina siendo más atractivo para un joven que ya perdió la fe en encontrar oportunidades reales?
Lo peor es que este éxodo del mercado laboral formal ocurre justo cuando la inseguridad golpea con más fuerza. Este 2025 está siendo testigo de cifras récord en homicidios y extorsiones, y aún así la respuesta estatal es nula. El desempleo juvenil y el crimen organizado son vasos comunicantes, pero parece que nuestras autoridades todavía no se enteran de que combatir la delincuencia no es solo patrullar calles, sino abrir puertas de empleo, educación y futuro.
Los expertos advierten que la situación se volverá aún más crítica en los próximos meses. Con las elecciones a la vuelta de la esquina, la inversión privada se enfría y la generación de empleo formal se frena. El Estado, distraído en campañas y peleas políticas, deja pasar el tren de la prevención mientras el crimen organiza su expansión con disciplina casi empresarial.
En este escenario, la pregunta es inevitable: ¿Cuáles son las políticas públicas que estamos impulsando para impedir que los jóvenes caigan en las garras del crimen organizado? La respuesta duele porque es corta: ninguna.
La ironía es brutal. El Estado no ofrece empleo, ni becas suficientes, ni seguridad. El crimen sí ofrece todo eso, aunque envenenado. Y mientras los jóvenes siguen abandonando el mercado laboral, los delincuentes continúan firmando contratos invisibles con cada uno de ellos.
Quizás, entonces, el verdadero fracaso de nuestra política pública no está en las cifras de empleo, sino en que la mafia se haya convertido en la opción laboral más confiable del país.