Maite Vizcarra
El Comercio, 3 de julio del 2025
“A un mes del cierre de alianzas, lo que está en juego no es solo la posibilidad de ganar unos cuantos escaños más”.
A veces parece que lo más revolucionario que puede hacer la política peruana es sentarse a conversar. No para agredirse en horario estelar, sino para llegar a acuerdos mínimos. En tiempos donde todo se tuerce, esa capacidad de consensuar podría ser el nuevo acto de fe. El último.
Fito Páez, el icónico rockero argentino de los ochenta y hoy un polémico analista político, ha dicho hace poco que las utopías ya no sirven. Que lo que queda es el pragmatismo, ese arte cansado de intentar cambiar el mundo, y que ahora busca simplemente no destruirlo más. En su desengaño, culpa al fracaso de las políticas de izquierda –tanto europeas como latinoamericanas– de haber desfondado cualquier horizonte de transformación real. Y cita, como guía lúcido en medio del ruido, al filósofo italiano Franco ‘Bifo’ Berardi, quien diagnostica algo tan escalofriante como preciso: vivimos en una era de demencia global, marcada por la incapacidad de llegar a consensos.
¿Qué tiene que ver todo esto con el Perú y su atribulada clase política? Todo. Porque estamos a un mes decisivo para que los partidos –de izquierda, centro o derecha– formalicen alianzas electorales de cara al 2026. Y a pesar de que los números gritan lo evidente (más representación, mejores resultados, mayor gobernabilidad), pareciera que la miopía tribal pesa más que la inteligencia colectiva.
Las encuestas confirman que hay espacio político y social para la sensatez. Según Ipsos, el 57% de la ciudadanía aprueba la formación de alianzas. No les interesa tanto la pureza ideológica como la posibilidad de tener representantes que no sean marginales o improvisados. La historia reciente también apoya esta idea: entre 1990 y el 2021, casi todas las alianzas que se formaron llegaron al Congreso. Y cuando no hubo alianzas (como en el 2021), el resultado fue el que todos conocemos: fragmentación, polarización y un gobierno incapaz de articular ni siquiera consigo mismo.
En esta coyuntura, se está moviendo algo en la izquierda. Hay reuniones, propuestas, tal vez incluso un proyecto común. Pero en la derecha –que suele hablar de orden, eficiencia y gestión–, la lógica de “cada uno por su cuenta” parece seguir ganando terreno. ¿Será que el problema no es de ideología, sino de egos? Fito tiene razón en algo: la autocrítica es escasa. Y no solo en la izquierda, sino en toda la élite política peruana, que parece incapaz de leer el momento histórico con honestidad. Vivimos en un país fracturado, cansado y cada vez más escéptico. No hay espacio para aventuras solitarias ni para candidatos construidos en TikTok. Si se quiere gobernar, hay que aprender a aliarse, a ceder, a construir con otros. No porque sea bonito, sino porque es necesario.
Berardi, el filósofo de la “demencia global”, sostiene que estamos perdiendo la capacidad simbólica de entendernos. Que el lenguaje se ha vaciado de sentido y que la política se ha vuelto puro ruido. Quizás la última utopía no sea una revolución, sino simplemente ponernos de acuerdo. Sentarnos en una mesa y decir: esto sí, esto no, esto lo hacemos juntos.
A un mes de l cierre de alianzas, lo que está en juego no es solo la posibilidad de ganar unos cuantos escaños más. Es la oportunidad –única, tal vez– de demostrar que aún se puede hacer que el arte de lo posible funcione: señores políticos hagan política con sentido y no politiquería.