Jorge Deustua
LIMA, 9 DE JULIO DEL 2022
Para Lampadia
Ser hincha de un equipo de futbol define tu personalidad.
Si eres del Real Madrid, entonces tiendes a querer tener una personalidad arrogante como la de Ronaldo, como la de Sergio Ramos.
Si eres del Barcelona, los pequeños Iniesta o Messi te representan.
Si eres del Estudiantes de La Plata entonces será Bilardo.
En los maravillosos años 60s, ser hincha del Muni hablaba de un perfil discreto. De tu sencillez y tu orgullo por vivir en un barrio de clase media —o media baja— donde “se jugaba a la pelota en las calles y se sabía de fútbol”. También se conocía tu respeto, casi sagrado, por la corrección, por la caballerosidad andante, por el “fair play” en la cancha y en la vida, por el reconocimiento al hombre promedio que puede ganar como también puede perder. Pero, por supuesto que, dentro de estas formas, se escondía el anhelo secreto de volver a ser, algún día, campeón del fútbol peruano.
Y, entonces, había que seguir siéndole fiel al equipo y seguir queriéndolo y apoyándolo desde la tribuna, porque, además, es imposible cambiarse de equipo. Cuando eres hincha del Muni, hincha del Muni te quedas para toda la vida.
Y mi equipo era un equipo sin lujos. No le sobraba nada. Y con ilusión y paciencia (pero mordiéndonos las uñas) lo veíamos, en el Estadio, tener muchos problemas para vencer a cualquier rival. Desde al poderoso Alianza Lima, hasta al recién ascendido KDT Nacional.
O al Mariscal Sucre.
Recuerdo con bastante disgusto todas esas tardes en las que un ya veterano Tito Drago jugaba de entreala en el equipo. Sin velocidad, ni cuete, ni viveza, sino que, más bien, con unos chimpunes demasiado altos y duros, amarrados por arriba del tobillo, por debajo de la suela y por el medio del talón con pasadores blancos. Tito se movía por el campo con una lentitud espantosa acompañado por atacantes nada corrosivos como José Moisela, Eduardo Stucki, Juan Nakajata o Tomás Iwasaki. ¡Qué sufrimiento!
Por cosas del destino, cuando todo parecía perdido menos la angustia, a mi equipo le aparecía un ángel de la guarda que salvaba el partido con una jugada genial, o con una defensa heroica, o con un remate furibundo. Estos ángeles tenían nombre y apellido. Uno era Nemesio Mosquera que jugaba de 11. El otro, Héctor Chumpitaz que jugaba de 5.
No había más.
En el año 1967 no hubo ángeles ni milagros y el Municipal se fue a la Segunda División.
El milagro recién ocurrió al año siguiente cuando apareció un jugador que muy pronto se convertiría en el ídolo y la alegría del pueblo y el mejor jugador peruano de todos los tiempos. Era el 10 del Municipal: Sotil, El Cholo. No recuerdo mejor época ni mayor felicidad que la de esos años en los que adornó la vida con fútbol de asombro.
Cuando mucha agua pasó bajo los puentes, mi amigo Jaime Spak me llamó para que lo acompañara a Villa El Salvador. Era un día clave porque presentaban al Comando Técnico del nuevo Deportivo Municipal: Francisco “El Churre” Melgar como coach, el profesor Giancarlo Riega como asistente, al preparador físico Héctor Velásquez, el preparador de arqueros Gino Reyes, el jefe de equipo Antonio Ballesteros, al doctor Julio Grados y a los 14 nuevos refuerzos, jóvenes futbolistas que jugarían el campeonato del 2016.
Jaime había desarrollado un proyecto serio y solvente. Siendo un dirigente moderno que utiliza ingeniosos sistemas de publicidad, marketing y merchandise y la venta de entradas en Teleticket, había acondicionado el estadio de Villa con la idea de conseguir nuevos hinchas para el Muni en ese barrio. Anexando el transporte vía el tren eléctrico y respaldado por el presidente Oscar Vega, Jaime generó una gestión empresarial profesional para su faena de dirigente.
Los detalles fueron resueltos con proyección al futuro: Un entrenador joven, peruano, formado en España, para dirigir un equipo nuevo de jugadores jóvenes y ansiosos de reconocimiento y de triunfos, bien financiados por el proyecto. Ambos crecerían juntos, libres de los vicios y los malos usos de la dirigencia nacional.
Pero, muy pronto, “el Churre” fue despedido luego de una derrota ante la U.
Al perderse esa columna vertebral y en el desconcierto posterior que produjo su salida, esa nefasta costumbre de alquilar parrilleros argentinos como si fueran técnicos calificados, acabó con el sueño que había soñado nuestra promoción.
Recuperar ese sueño es la tarea pendiente.
Y para nosotros, es una tarea imprescindible.
(*) Ver en Lampadia: Futbol y Futuro – EL AMOR IRRACIONAL