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El Reino Unido tendiendo al suicidio económico y político

El Reino Unido tendiendo al suicidio económico y político

El hecho de que Gran Bretaña se quede sin un acuerdo de salida de la UE para el 29 de marzo –  fecha límite establecida para la negociación final de este – parece no quitarle el sueño a los “honorables” miembros del Parlamento inglés,  aún cuando ello podría generar un golpe fulminante a su economía y a su política en Europa, además de la posible crisis política que surgiría con un país vecino que aún quiere pertenecer al bloque, Irlanda del Norte (ver Lampadia: La crisis del Brexit continúa).

Pero, ¿cuál es la explicación de la falta de preocupación por parte de esta clase política dirigente, tanto de derecha como de izquierda, ya no para dar marcha atrás al Brexit – pues este camino parece que ya ha sido completamente descartado – sino para diseñar un acuerdo de salida sensato y que sea razonable en el poco tiempo que queda para hacerlo?

Esta falta de racionalidad fue explicada brillantemente por Ian Buruma, ex–editor de The New York Review of Brooks, en un reciente artículo de la revista Project Syndicate (ver artículo líneas abajo).

La hipótesis de Buruma descansa sobre la premisa de que es el espíritu del patriotismo británico, alimentado por los medios de prensa y el juego político reinante en el Parlamento, lo que estaría determinando este comportamiento errático de los políticos. Peor aún, este comportamiento, en sus palabras, los estaría condenando a un suicidio masivo tanto económica como política y culturalmente.

Lo interesante de su análisis es que hace una analogía con movimientos similares en el pasado como el movimiento nacionalista japonés que alimentó la euforia del ataque de Pearl Harbor. Como señala enfáticamente Buruma, “Como los británicos, los japoneses sienten una atracción perversa hacia un “espléndido aislamiento””.

Este fenómeno de una suerte de suicidio colectivo de algunas naciones, va mucho más allá de Gran Bretaña y Japón. En Latinoamérica hay casos clásicos de sociedades que dan un giro negativo para sus propios intereses, y a sabiendas perseveran en el error, o en el suicidio.

El caso más notorio es el de Argentina, que a principios y entrado el siglo XX, era uno de los cinco países más ricos del mundo, para terminar atrapado 60 años por un populismo que lo empobreció dramáticamente.

También se pueden mencionar los casos de Cuba con los Castro, de Brasil con el PT y de Venezuela con el socialismo del siglo XXI.

En el Perú tampoco estamos lejos de intentonas suicidas, como los 30 años, entre los 60 y 90, que nos empobrecieron crecientemente, o después de nuestra maravillosa recuperación, desde los 90s hasta el 2011, cuando volvemos a iniciar un camino de pérdidas de oportunidades de crecimiento, de reducción de la pobreza y pérdida de confianza y sentido de dirección.

Ya vemos que ningún país esta libre de caer en intentos suicidas. Lo importante es reaccionar a tiempo. Lampadia

Las tendencias suicidas del Reino Unido

Ian Buruma
Project Syndicate
6 de Febrero, 2019
Glosado por
Lampadia

Observar a una sociedad democrática sofisticada caminar a sabiendas hacia un desastre nacional predecible y evitable es una experiencia única y alarmante. La mayoría de los políticos británicos saben que dejar la Unión Europea sin acuerdo sobre la relación posterior al Brexit causará un enorme daño a su país. No avanzan al abismo como sonámbulos, sino con los ojos muy abiertos.

  • Hay una minoría de ideólogos crédulos que no se sienten afectados por la perspectiva de que Gran Bretaña se salga de la UE sin acuerdo alguno.
  • Unos cuantos soñadores de derechas, cobijados por secciones de la prensa, creen que el tenaz espíritu de Dunquerque superará los primeros reveses y que Gran Bretaña pronto volverá a regir los mares como una gran potencia cuasi-imperial, aunque sin imperio.
  • Y por la izquierda, neo-trotskistas como Jeremy Corbyn, líder del Partido Laborista, el principal de la oposición, parecen pensar que la catástrofe impulsará al pueblo británico a exigir al fin un verdadero socialismo.

La mayoría de los políticos de izquierdas y derechas son lo bastante grandecitos como para saber todo esto, y eso incluye a la Primera Ministra Theresa May, que antes del Brexit era partidaria de que el Reino Unido permaneciera en la UE. Y, sin embargo, casi todos se niegan a mover un dedo para evitar resbalar hacia una catastrófica salida sin acuerdo. Las propuestas que se han planteado en el Parlamento para buscar un retraso o contemplar alternativas a la impopular estrategia de salida de May han sido rechazadas. Pareciera que la voluntad colectiva de los políticos británicos ha quedado paralizada por las tácticas partidistas, los medios de comunicación patrioteros y una extraña indiferencia a todo lo que ocurra fuera de las Islas Británicas. En lugar de tomar medidas para evitar lo peor, se autoengañan pensando en que más conversaciones y concesiones de Bruselas de alguna manera salvará al Reino Unido en el último minuto.

Aunque inusual, este peculiar espectáculo de suicidio nacional no carece de precedentes. La deriva de Japón hacia una calamitosa guerra con Estados Unidos en 1941 es un ejemplo. Es cierto que hay diferencias obvias: a pesar de toda la nostalgia acerca de Spitfires y Dunquerque, Gran Bretaña no amenaza con ir a la guerra con nadie, mientras que la democracia japonesa estaba sofocada por facciones militares y un control estatal autoritario. Aun así, los parecidos son notables.

Una cantidad relativamente pequeña de militares exaltados, acicateados por ideólogos cuasi fascistas y funcionarios de rango medio, realmente querían ir a la guerra con Occidente. La mayoría de los políticos, incluidos generales y almirantes, sabían que era una locura provocar un choque con una potencia militar e industrial vastamente superior. Pero de alguna manera no pudieron o no quisieron pararlo. Incluso hubo quienes repitieron la retórica extremista de los exaltados sin creerla… un poco como May les ha seguido la corriente a los partidarios del Brexit duro.

El principal estratega del ataque a Pearl Harbor, el Almirante Yamamoto Isoroku, un personaje altamente inteligente que había estudiado en Harvard y conocía muy bien los Estados Unidos, había sido un abierto oponente a la guerra. Con la vana esperanza de que las negociaciones evitaran una guerra desatada, cumplió con su deber y diseñó el plan. El Primer Ministro, Príncipe Konoe Fumimaro, cuyo hijo era estudiante en Princeton, también quería evitar la guerra. Siguió pidiendo más reuniones a los estadounidenses, al tiempo que enviaba señales confusas y esperaba las concesiones imposibles que exigían los extremistas japoneses frente a los que era demasiado débil e indeciso.

Mucho se habló de plazos que cumplir o que se podían ampliar. Como con las negociaciones del Brexit con la UE, los estadounidenses nunca tuvieron muy claro qué querían realmente los japoneses. De hecho, ni siquiera los japoneses mismos lo sabían. La última esperanza de los hombres que vieron la inminencia del desastre, pero se negaron a actuar fue que más conversaciones con los estadounidenses los salvaran. Al final, estos se cansaron de conversar, millones de personas murieron y Japón casi desapareció del mapa.

La respuesta inmediata entre los japoneses al recibir la noticia del ataque a Pearl Harbor fue una especie de alivio. Al fin había algo de claridad. Cualquier cosa era mejor que el inacabable tira y afloja. Ahora que Japón estaba de verdad valiéndose por sus propios medios, tal vez la versión japonesa del espíritu tenaz podría sacarlos del atolladero. Como los británicos, los japoneses sienten una atracción perversa hacia un “espléndido aislamiento”. Y luchar contra los imperialistas occidentales al menos era más honorable que intentar someter a los chinos a punta de masacres.

Es bastante posible que un Brexit sin acuerdo tenga un efecto similar sobre los británicos. No se puede culpar a la gente por terminar hartándose de las discusiones en el Parlamento y las inacabables negociaciones con la UE que nunca parecen ir a ninguna parte. La gente puede resistir hasta un determinado nivel de incertidumbre, y después prefiere prepararse para lo peor.

Gran parte de la prensa británica, aunque sin sufrir la censura que amordazó la opinión pública japonesa en los años 30 y 40 del siglo pasado, ha sido tan patriotera como los medios japoneses de los años de guerra. Es posible que décadas de propaganda anti-UE hayan persuadido a muchos británicos a soportar las privaciones que provocará un Brexit duro. Sin duda, muchos culparán a esos malditos extranjeros por la escasez de bienes, la suba de precios, las largas filas en los puertos de entrada y la pérdida de empleos. (Los nacionalistas japoneses todavía culpan por Pearl Harbor a la intransigencia estadounidense.)

Pero incluso si todo eso se desvanece en el tiempo, la desilusión pronto llegará, como ocurrió en Japón una vez pasada la euforia de Pearl Harbor. No habrá bombardeos a ciudades británicas ni se invadirá ni ocupará el Reino Unido. Cabe esperar que nadie muera. Pero la influencia de Gran Bretaña disminuirá mucho, su economía decrecerá y la mayoría de la gente irá a peor. Probablemente, las principales figuras tras un Brexit duro (como Boris Johnson, Nigel Farage y Jacob Rees-Mogg) no resulten muy afectadas. Tampoco servirá de mucho culparles solo a ellas. La gente que sabía las consecuencias y no hizo nada por evitarlo es quien más avergonzada se debería sentir. Lampadia

Traducido del inglés por David Meléndez Tormen

Ian Buruma es autor de numerosos libros, entre ellos Murder in Amsterdam: The Death of Theo Van Gogh y The Limits of Tolerance, Year Zero: A History of 1945 y, más recientemente, A Tokyo Romance.




Indefensos ante la manipulación

Indefensos ante la manipulación

Por Rafael Argullol, El País de España, 20 de mayo 2015

 

Comentario de Lampadia

Stefan Zweig es sin dudas uno de los más grandes escritores del siglo XX. Entre sus obras más importantes están: Momentos Estelares de la Humanidad, Castellio contra Calvino – Conciencia contra Violencia, El Mundo de Ayer (sus memorias) y varias biografías como las de Fouché, Américo Vespucio, María Antonieta, María Estuardo, Erasmo de Rotterdam y Magallanes.

El artículo de Argullol, que publicamos a continuación, es una reflexión muy importante sobre la devaluación de la verdad: “En nuestra [época] sólo ha irrumpido una multitud de pequeños brujos que juegan con la mentira y casi todos convivimos indiferentemente con ella. Pero la falta de amor a la verdad entraña el mayor peligro: es el terreno abonado para que los grandes brujos entren en escena”.

 

 

Indefensos ante la manipulación

Hace años, estando en Río de Janeiro, me empeñé en visitar Petrópolis, una ciudad situada en la sierra de Orgaos, a 60 kilómetros de la capital carioca. Tenía curiosidad por ver la ciudad que albergó la corte estival de los emperadores de Brasil, dado que siempre resulta una sorpresa ser informado de que Brasil tuvo emperadores, aunque por escaso tiempo, en el siglo XIX. Petrópolis es agradable, con un clima seco que contrasta con el de Río. Su principal patrimonio es, precisamente, el Museo Imperial. Sin embargo, tiene otro pequeño museo cuyo contenido tiene una importancia simbólica mucho mayor que el que recuerda la pompa extravagante de los fugaces emperadores. Me refiero al dedicado a Stefan Zweig, en la casa donde el escritor austriaco y su mujer Lotte se suicidaron el 22 de febrero de 1942.

En este pequeño museo advertí, por primera vez, que no había una fotografía, sino dos, sobre aquella muerte. En la que yo conocía hasta entonces los cadáveres de Stefan y Lotte se mostraban, separados, sobre una cama, con una mesilla al lado con diversos objetos: un vaso, una botella de agua, una caja de cerillas, una lámpara. En la otra fotografía, desconocida para mí, el cadáver de Lotte aparecía inclinado sobre el de Stefan, juntas las manos de ambos. Me comunicaron amablemente que la variación de la escena era la consecuencia de que la policía, tras tomar una primera fotografía, habría separado pudorosamente los cadáveres, de modo que la siguiente fotografía fue la que se hizo pública para la prensa. Pensé que en la variación de las dos imágenes se alojaba todo un mundo, y que así lo hubiese considerado el propio Zweig.

Modestamente enmarcado colgaba en una pared de la casa el llamado testamento de Stefan Zweig, un breve texto que el novelista había escrito, al parecer, el día anterior al suicidio, dirigido al juez y a la policía. En realidad era un documento tan singular que sólo podía estar dirigido al conjunto de los hombres. En la primera mitad del texto, tras advertir que dejaba la vida por propia voluntad y en plena posesión de sus facultades mentales, Zweig agradecía a los brasileños la extraordinaria hospitalidad que le habían ofrecido, al tener que huir él de Europa, acosado por el nazismo. Finalizaba: “Europa, mi patria espiritual, se ha destruido a sí misma (…). Por eso me parece mejor concluir a tiempo y con ánimo sereno una vida para la que el trabajo espiritual siempre fue la alegría más pura y la libertad personal el mayor bien sobre la tierra. Saludo a mis amigos. ¡Ojalá puedan aún ver el amanecer! Yo, demasiado impaciente, me adelanto a ellos”.

En Petrópolis entendí el resurgimiento, en los últimos decenios, de Zweig como escritor. Al igual que sucede en otros casos, su recepción había experimentado un violento zigzag. Tremendamente popular en la Europa de entreguerras, había desaparecido de las estanterías después de la segunda contienda mundial, como si los estudiantes nazis que quemaban sus libros en las plazas de Alemania hubiesen conseguido exterminarlo para siempre. Con frecuencia veíamos Veinticuatro horas de la vida de una mujer y otras novelas de Zweig en las bibliotecas de nuestros abuelos, pero en la universidad ningún profesor recomendaba a un escritor que parecía definitivamente periclitado. Pero los últimos años del siglo XX, el siglo que lo había llevado a la cima y lo había destruido, albergaron el inesperado retorno de Recientemente he releído El mundo de ayer; Stefan Zweig subtituló Memorias de un europeo a un libro escrito en circunstancias adversas: sin apuntes, sin archivos, sin amigos con los que compartir los recuerdos del pasado y, por encima de todo, en una situación de permanente hostigamiento traumático que, como se deduce del testamento previo al suicidio, no se amortigua ni siquiera en el amable exilio de Brasil. Es más, El mundo de ayer sirve para encontrar explicación al suicidio, aparentemente chocante, de alguien que no está enfermo, no es un fracasado y no es sentimentalmente infeliz. Sirve para encontrar explicación a lo que quizá podría ser definido como un suicidio civilizatorio, si es que tenemos —no tenemos— necesidad de definir actos como este.

Más allá de sus múltiples aciertos literarios, El mundo de ayer es una lección magistral sobre la demolición de los vínculos entre palabra y verdad. Los totalitarismos, a través de los cuales la Europa exaltada por Zweig, junto a tantos otros escritores, se había “destruido a sí misma”, ponían al descubierto que aquella demolición dejaba indefenso por completo al individuo y, en consecuencia, listo para la manipulación y la sumisión. Extirpando la verdad a las palabras se extirpaba también el espíritu a los hombres. Es posible que, en la lejana Petrópolis, Zweig, antes de suicidarse, pensara que los efectos de lo que estaba sucediendo conmoverían irreparablemente el futuro.

Y, al menos en parte, tenía razón. Nosotros, por fortuna y por el momento, vivimos muy lejos de aquel paisaje apocalíptico que se tragó el mundo de Zweig. Sin embargo, en muchos sentidos somos herederos de aquella extinción. Nuestra época ya no ha recuperado, o no ha querido recuperar, la verdad interna de la palabra. Si somos sinceros, nuestra época ya no piensa en términos de palabra o de verdad. “Dar la palabra”, un ritual sacralizado hasta hace poco, ha dejado, en apariencia, de tener significado, y en nuestra vida pública la presencia de la verdad se ha convertido en fantasmagórica, aplastada por las obesas siluetas de la rentabilidad, la eficacia, el impacto o la utilidad. En lenguaje, o la falta de lenguaje, lo dice todo: compárese el tono con el que se proclama la actual construcción europea con el que refleja Zweig en El mundo de ayer cuando hace referencia al entusiasmo con que Rilke, Valéry y tantos otros se referían a la “unidad espiritual” de Europa. Europa era una cultura; no, como alardean los portavoces del presente, una marca.

Con todo, donde el lector actual puede encontrar la mayor vibración al recorrer las páginas de Zweig es al percibir ciertos paralelismos entre los riesgos del pasado y del presente. Huérfanos de la verdad de las palabras, o incapaces de encontrarla y compartirla, también nosotros nos encontramos indefensos ante la manipulación, por más que nuestra fe tecnológica nos mantenga ensimismados. Las épocas parecen muy distantes, es cierto. En la nuestra sólo ha irrumpido una multitud de pequeños brujos que juegan con la mentira y casi todos convivimos indiferentemente con ella. Pero la falta de amor a la verdad entraña el mayor peligro: es el terreno abonado para que los grandes brujos entren en escena.