Urpi Torrado
El Comercio, 18 de diciembre del 2025
“La meditación no debe leerse como una moda, sino como un indicador de una demanda insatisfecha en materia de salud mental”.
En el 2025, el estrés se ha convertido en una experiencia común y cotidiana. La encuesta mundial de WIN y Datum, que profundiza en temas vinculados a la salud mental, revela que el 63% de las personas en el ámbito global afirma que se siente estresada, una cifra similar a la que se registra en el Perú (64%). Además, casi un tercio de la población mundial y el 28% de los peruanos señalan que el estrés es una experiencia frecuente. Estos datos no solo evidencian un malestar extendido, sino también un contexto marcado por presiones económicas, incertidumbre social y una sobreexposición permanente a la información.
En este escenario, prácticas como la meditación y la atención plena han comenzado a ganar terreno como respuestas individuales frente a un entorno que desborda. En el Perú, el 13% de la población afirma que realiza con frecuencia ejercicios de meditación o relajación. Aunque la cifra pueda parecer aún limitada, su relevancia radica en el cambio cultural que representa. Estas prácticas, antes asociadas a nichos específicos o a estilos de vida alternativos, hoy se integran progresivamente a la rutina de personas que buscan gestionar el estrés, mejorar su bienestar emocional y recuperar cierto control sobre su tiempo y su atención.
La meditación no es una invención contemporánea. Durante siglos ha estado presente en tradiciones religiosas y filosóficas de distintas culturas. Prácticas como el dhikr en el sufismo islámico, el japa en el hinduismo, la vipassana en el budismo o la oración contemplativa en el cristianismo han cumplido históricamente una función de introspección y trascendencia, integrada a la vida comunitaria y al sentido de lo sagrado. Lo que ha cambiado es el marco desde el cual se la entiende y practica. En las sociedades occidentales actuales, la meditación ha sido resignificada como una estrategia de autocuidado y salud mental que, frente al ruido constante, la hiperconectividad y la presión por la productividad, ofrece un espacio de pausa, equilibrio y reconexión personal, más que una promesa de iluminación espiritual.
Este giro responde a un malestar emocional más amplio. La misma encuesta revela que, en el Perú, el porcentaje de personas que se sienten solas, irritables o deprimidas es menor que el promedio global; sin embargo, un 28% de padres manifiesta preocupación por la salud mental de sus hijos. En este contexto, la meditación deja de ser un complemento de un estilo de vida saludable idealizado y se convierte en un mecanismo para sobrellevar un entorno que exige cada vez más y ofrece menos espacios de descanso.
Un aspecto interesante del caso peruano es el perfil de quienes están impulsando esta adopción. A diferencia de la tendencia global, en la que los jóvenes suelen ser los primeros en incorporar prácticas de mindfulness y bienestar emocional, en el Perú son las personas mayores de 45 años quienes lideran este cambio. Muchas veces no lo hacen bajo la etiqueta explícita de “meditación” o “mindfulness”, sino a través de prácticas de relajación, respiración, reflexión o ejercicios asociados al cuidado de la salud. Se trata de una apropiación más pragmática, menos discursiva, pero igualmente significativa.
En un contexto marcado por altos niveles de estrés, la meditación no debe leerse como una moda, sino como un indicador de una demanda insatisfecha en materia de salud mental. La expansión de estas prácticas pone en evidencia la necesidad de que las políticas públicas incorporen con mayor fuerza la prevención, el cuidado emocional y el acceso a servicios de salud mental oportunos. Al mismo tiempo, plantea un desafío para las empresas, que operan en entornos de alta exigencia y presión, y que deben reconocer el bienestar emocional como un factor clave de productividad, sostenibilidad y calidad de vida.






