Urpi Torrado
El Comercio, 22 de mayo del 2025
“La política, cada vez más personalizada y emocional, corre el riesgo de vaciar de contenido el debate público”.
Durante la reciente conferencia de Wapor Latinoamérica, investigadores, académicos y profesionales de opinión pública se reunieron para discutir el vínculo entre democracia y opinión ciudadana en la región. A lo largo de diversos paneles y mesas de trabajo, se abordaron temas como la confianza en las instituciones, la calidad del debate público, el rol de las encuestas y los desafíos éticos de la profesión. Sin embargo, uno de los temas más recurrentes fue el de la polarización, no solo como fenómeno político, sino como una dinámica social que está reconfigurando la democracia.
Al analizar la región, se observa que las diferencias no son solo ideológicas o programáticas entre partidos, se trata de un fenómeno mucho más profundo: la polarización afectiva o identitaria. Esta no se basa tanto en el debate de ideas como en una división emocional entre “nosotros” y “ellos”, una lógica de confrontación donde el afecto por el propio grupo va acompañado de la hostilidad hacia el otro.
Este tipo de polarización moviliza más desde el rechazo que desde la simpatía. No se vota tanto por convicción como por reacción frente al adversario. La identidad política se vuelve una cuestión de pertenencia casi tribal, donde la fidelidad al grupo importa más que la evaluación racional de propuestas. Se trata, en el fondo, de una emocionalización de la política que reduce los matices y exacerba las diferencias. Fenómeno que no es ajeno al Perú y que alcanzó su pico en la segunda vuelta del 2021.
El populismo se alimenta de esta polarización. Utiliza un lenguaje que opone a una élite corrupta y distante con un “pueblo puro” y víctima. La narrativa “nosotros contra ellos” ha sido utilizada con diferentes matices por líderes como Evo Morales, Nicolás Maduro, Andrés Manuel López Obrador o Claudia Sheinbaum. En Argentina, Javier Milei la reconfigura con expresiones como la “casta” frente a los “argentinos de bien”. El objetivo no es ampliar consensos, sino movilizar emociones y consolidar un electorado fiel, aunque minoritario.
A pesar de tener 43 partidos inscritos, el partidismo es inexistente y los ciudadanos no se identifican con partidos políticos, la polarización se ha intensificado. El alto nivel de fragmentación social se traduce en intolerancia hacia quienes piensan distinto. No importa tanto qué defiende un candidato, sino a quién ataca. La política se convierte en un campo de batalla simbólico más que en un espacio de deliberación colectiva.
En este contexto, es importante diferenciar la polarización ideológica del extremismo ideológico. Polarizar no siempre significa adoptar posturas radicales; muchas veces basta con apelar a las identidades para marcar distancias. Es posible tener posturas moderadas en el contenido, pero utilizar estrategias de comunicación polarizantes. De hecho, la personalización extrema de la política ha convertido a los líderes en figuras capaces de movilizar el voto, no solo a favor, sino también en contra. En muchos casos, el efecto negativo de ciertas figuras públicas es incluso más poderoso que su capacidad de arrastre.
La polarización puede ser vertical u horizontal. En la primera, el enfrentamiento es entre élites y ciudadanos. En la segunda, entre distintos sectores de la ciudadanía. La narrativa populista tiende a combinar ambas formas, generando una sensación de conflicto permanente que alimenta la confrontación en todos los niveles de la sociedad.
La política, cada vez más personalizada y emocional, corre el riesgo de vaciar de contenido el debate público. En lugar de proyectos de país, se discuten identidades enfrentadas. En lugar de propuestas, enemigos. Y en ese contexto, la polarización deja de ser solo una consecuencia del populismo: se convierte en la estrategia. El desafío es enorme. Porque una democracia sin deliberación, sin puentes posibles, corre el riesgo de fracturarse sin retorno.