Sergio Bolívar
Para Lampadia
Era una idea hermosa. El Buen Vivir, esa utopía con raíces andinas que prometía una nueva forma de organizar la vida colectiva, armonía con la naturaleza, justicia social, respeto a la diversidad cultural y un desarrollo más espiritual que material, no perduró frente a las exigencias básicas de la población en Ecuador y Bolivia.
La falta de resultados tangibles, como el alimento en los platos y la protección a quienes más lo necesitan, marcaron su falla. La nobleza de los ideales se estrelló contra la dura realidad de las necesidades físicas insatisfechas.
El problema central fue la gestión. Rafael Correa en Ecuador y Evo Morales en Bolivia elevaron el Buen Vivir a rango constitucional bajo la figura de Estado Plurinacional, con la promesa de una nueva relación entre el ser humano y la tierra, incluyendo los derechos de la naturaleza y la justicia intergeneracional.
Sin embargo, esta visión se vio comprometida por acciones contradictorias, como los megaproyectos extractivos en territorios indígenas (caso Sarayaku en Ecuador) y la represión ante la resistencia de comunidades a proyectos invasivos (carretera por el Tipnis en Bolivia). Estas políticas estatistas desvirtuaron el espíritu original del Buen Vivir, llevando a las mismas comunidades, que en principio apoyaron dichas gestiones, a denunciarlas.
Con el paso de los años, lo que comenzó como una revolución simbólico-cultural se transformó en un ornamento político que no logró generar empleo, contener la inflación, ni frenar la migración, desconectado de las necesidades inmediatas del ciudadano común. Hartos de retórica sin resultados, el electorado comenzó a mirar hacia otro lado.
En Perú, Verónika Mendoza intentó revivir este ideal en 2016 y 2021, presentando el Buen Vivir con un enfoque nacional. A pesar de su simbolismo, su propuesta no encontró eco en las necesidades más básicas y urgentes de la población, especialmente fuera de los círculos progresistas y votantes andinos. En Lima, el discurso de la “madre tierra” competía contra el desempleo, la delincuencia y la informalidad. Mendoza no logró traducir sus principios en respuestas concretas para en el estómago de la mayoría. En 2025, con Vicente Alanoca como su nuevo abanderado, la historia parece repetir la misma receta fallida.
En ese vacío entró Javier Milei como cuchilo en mantequilla.
Mientras la izquierda hablaba de dignidad ancestral, él hablaba de dinamitar el Banco Central.
Mientras unos prometían cosmovisión, él prometía rebajas de impuestos.
Su mensaje fue brutal, directo y emocional.
No necesitó discursos complejos. Dijo: “Viva la libertad, carajo”. Y muchos escucharon.
No porque amen el capitalismo, sino porque están hartos del Estado que promete y no cumple.
Milei no le habla al ciudadano ilustrado. Le habla al consumidor desesperado. Y se hizo oír porque su oferta, por extrema que parezca, sonaba concreta.
La pregunta pertinente no es sobre la total veracidad de las propuestas de Milei, sino por qué tiene razón para tanta gente.
La respuesta está en el fracaso de quienes, como los promotores del Buen Vivir, despreciaron el mercado sin ofrecer alternativas viables. El hambre no espera. Y la política que no resuelve, será reemplazada por la que prometa resolver… aunque duela.
Esta etapa reclama liderazgos pragmáticos y emocionales, conectados con la realidad, capaces de traducir justicia en empleo, identidad en seguridad e ideales en resultados concretos.
La izquierda no fue derrotada por las ideas de Milei, sino por su propia desconexión con la calle. Por olvidar que antes de educar al alma, hay que alimentar el cuerpo. Es fundamental que los líderes escuchen más y reciten menos.
La lección es clara tanto para Perú como para la región: en política, cuando la propuesta no sustenta a la población, está destinada al olvido.
El Buen Vivir no sucumbió frente al capitalismo, sino ante su incapacidad para ser efectivo.
La gobernanza no puede basarse en ideales cuando hay necesidades básicas insatisfechas en las calles. Como bien decía don Quijote, «las letras sin pan, no valen nada». En política, esta verdad es aún más palpable. Lampadia