Ricardo León Dueñas
Expreso, 10 de julio del 2025
El domingo 29 de junio el Perú entero se estremeció con la noticia de la espantosa muerte de José Miguel Castro, principal testigo y colaborador del caso de la exalcaldesa de Lima, la izquierdista Susana Villarán, confesa receptora de coimas de las multinacionales brasileñas envueltas en el mayor escándalo de megacorrupción de la historia latinoamericana: el caso Odebrecht. Castro —conocido por el codinome de Budián—, gestor y operador de la mafia enquistada en la Municipalidad Metropolitana de Lima durante la pésima gestión de Villarán, fue encontrado degollado en un baño de sangre en la casa de su padre, con una herida muy profunda de ¡14 centímetros de largo!
De inmediato, la argolla progre-caviar afín a la exburgomaestre se apresuró a sindicar esta muerte como un suicidio, cuando todo indica que se trataría de un asesinato al más puro estilo del Chicago de Al Capone o de la Colombia de Pablo Escobar. Las escabrosas imágenes de Castro, propaladas por un medio de prensa, mostrando al occiso tendido y ensangrentado en la escena del crimen, desbaratarían cualquier teoría que apuntaría a un suicidio.
Sin embargo, lo peor de pronto lo estamos viendo ahora; habiendo pasado ya varios días de este atroz suceso, un gran sector de la prensa parece no querer asimilar la magnitud de lo acontecido. Enredados en temas menores como el justo aumento salarial —acorde al promedio regional— de la mediocre e impopular presidenta Dina Boluarte, bajísimo sueldo congelado hace cerca de 20 años, cuando Alan García demagógicamente decidió fijarlo en un monto que devino en menor al de sus propios ministros y varios otros funcionarios, u objetando el gasto del Despacho Presidencial en bocaditos para sus invitados (sic), o criticando la llegada de los trenes del alcalde López Aliaga, etc. etc.; esta prensa irresponsable —por no decir cómplice— sigue haciéndole el juego a una mafia decidida a lograr la total impunidad de sus crímenes.
A poco de iniciarse el juicio oral —en septiembre— de un proceso que lleva más de ¡ocho años! de interminables investigaciones, el principal testigo de la Fiscalía ha desaparecido de una manera aterradora en sus propias narices, sin siquiera haber concluido legalmente la colaboración a la que estaba sometido, motivo por el cual sus declaraciones en esa condición desaparecen. ¿Qué espera la opinión pública de una prensa seria y responsable? Que, cuando menos, indague sobre ¿quién se beneficia con esta desaparición? y ¿quién es capaz de cometer semejante crimen y dejar todo tipo de huellas… a manera de amedrentamiento? Pues nada, esta prensa está más concentrada en temas intrascendentes, nimios y frívolos que en los que realmente importan.
Lo cierto y real es que en este crimen puede resumirse la ineficiente y desastrosa labor de fiscales figuretis —en tándem con la referida prensa— más interesados en abusivas prisiones preventivas y en la persecución implacable de sus enemigos políticos (caso Keiko, acusada por enésima vez), que en conseguir verdadera justicia. Una vergüenza.