Miguel Palomino
La República, 15 de setiembre del 2025
Podemos aspirar a mucho más respecto a nuestra economía y está en nuestras manos el poder lograrlo.
Si tomamos los números básicos de la economía peruana y los comparamos con los de nuestros vecinos, el año 2025 no viene siendo nada malo. En términos de crecimiento, inflación, tipo de cambio, inversión, empleo, exportaciones, etc., estamos sin duda en los primeros puestos de Latinoamérica. Aun en lo que más nos preocupa, el déficit fiscal (cuánto gasta el gobierno comparado con lo que recauda), comparativamente no andamos mal; la situación en general en la región es peor que la peruana. Entonces, ¿por qué mucho de lo que oímos y sentimos nos lleva a estar descontentos con las cifras económicas?
En primer lugar, es porque en el pasado relativamente reciente, los peruanos nos acostumbramos a tener todas esas cifras económicas bastante mejores de lo que son en el resto de la región. Perú pasó por un muy largo periodo de fuerte crecimiento, baja inflación y devaluación, elevada inversión, creciente empleo (que por primera vez creó a una clase media mayoritaria), así como de un saldo favorable en la balanza comercial. Todo esto se logró, además, con admirable disciplina fiscal, tal que, durante quince años en promedio, no se generó déficit fiscal. Esto nos llevó a tener uno de los menores niveles de deuda pública del mundo.
Algunos dirían que, habiendo alcanzado estos logros hace relativamente poco, los peruanos nos hemos malacostumbrado. Yo diría que nuestro éxito nos enseñó que podemos aspirar a mucho más, tal como nos lo demuestra nuestra propia historia. Un crecimiento de 3% es el promedio del mundo, pero crecer como todo el mundo no nos permitirá progresar al paso que podemos y al que merecen en particular los menos favorecidos de nuestro país. ¡Bajamos la pobreza en más de 20% en solo diez años! ¡Hagámoslo de nuevo! Eso no se puede lograr con un crecimiento de 3% anual. Debemos volver a crecer a más de 5% anual por muchos años para alcanzar nuestros legítimos anhelos y luego, cuando seamos un país desarrollado, volveremos al crecimiento de 2.5% anual que en promedio alcanzan los países desarrollados.
Una segunda razón para no estar satisfechos con las cifras económicas comparativas es que compararnos con Latinoamérica no es una comparación del todo válida. Hace muchos años que, en términos económicos, la región ha tenido muy malos resultados en relación con el resto del mundo. Esto puede verse en que su participación en el PBI mundial ha disminuido de 12% en la década de los ochenta a solo 7% hoy. Como en el dicho “en la tierra de los ciegos, el tuerto es rey”, resulta fácil, pero no razonable, compararnos con Latinoamérica al momento de juzgar nuestro éxito. Es legítimo, y urgente, que esperemos mucho más. De lo contrario, estaremos condenándonos a una mediocridad que no tenemos por qué aceptar. ¡Lo hemos logrado antes, hagámoslo de nuevo!
Algunos pensarán que entre crecer a 3% anual y crecer al 5% anual no parece haber gran diferencia; pero ¡sí que la hay! ¡Ese diferencial de 2% hará que nuestros hijos gocen de un nivel de vida que duplique el nuestro! Ese diferencial hace que todo esfuerzo en pos de él sea justificado.
La pregunta, entonces, es ¿cómo lo logramos? La respuesta es sencilla, pero apegarse a ella en medio de los cantos de sirena que ineludiblemente aparecen a lo largo del proceso es lo difícil.
Lo único esencial en el largo plazo es que exista abundante inversión que cree abundante empleo. Esta es la receta del crecimiento y, citando al exministro Waldo Mendoza, “salvo el crecimiento, todo es ilusión”. Solo con inversión y empleo se puede crecer y derrotar a la pobreza, como una vez hicimos. Solo con ellos se podrán tener políticas complementarias que permitan darle el toque que una democracia desee darle a nuestro desarrollo. El ejemplo de Corea, entre otros, es aleccionador. Sin grandes recursos, un país que hace 70 años tenía la mitad de producto por habitante del Perú hoy casi lo cuadruplica. Tuvieron problemas de corrupción, presidentes encarcelados, revueltas estudiantiles y un vecino que nadie quisiera tener, pero con todo eso salieron adelante. Bastó con que tuvieran la firmeza de no distraerse del objetivo central: que haya abundante inversión y empleo durante un largo periodo.
¿Si solo importan la inversión y el empleo, entonces por qué me fijo en otras cifras como, por ejemplo, el déficit fiscal? Veamos. Un déficit fiscal elevado en el largo plazo significa que se tiene un nivel elevado y creciente de deuda. Un déficit fiscal elevado se resuelve de diversas maneras, pero todas implican por lo menos inflación elevada y baja producción. Esto no es deseable porque crea incertidumbre y esto disminuye la inversión y el empleo. La inestabilidad política y económica que supone un ajuste fiscal incierto es lo que no le gusta a ningún inversionista. Es decir, las demás cosas (inflación, devaluación, balanza comercial, salario mínimo, consumo, etc.) son importantes porque a la larga afectan a la inversión y al empleo. Por eso es por lo que nos preocupamos de ellas.
El próximo año habrá elecciones y éstas importarán porque sus resultados afectarán a la inversión y el empleo. Si los inversionistas no tuvieran serias dudas sobre el futuro de las políticas del gobierno entrante, las elecciones no serían más que un hipo sin mayor importancia. Pero no lo van a ser porque dicha incertidumbre existe. ¿Adivine de quién depende el resultado? De nosotros.
Así que la mayoría de los peruanos debemos pensar como inversionistas que somos. Sí, la mayoría somos inversionistas. ¿Acaso para la mayoría no es importantísima la propiedad de lo que es o será su casa y no afecta esta fuertemente a su presupuesto familiar, por modesto que fuera? Esta inversión residencial es un tercio de la inversión total. ¿Acaso la mayoría no invertimos en la educación de nuestros hijos o la propia, o en la semilla para la cosecha, o en cualquier negocito? Piense como inversionista, que es lo que a la larga hará la diferencia o, en otras palabras, lo que a la larga le importará más.
Antes que por las promesas atractivas, pero generalmente vacías o contraproducentes, que nos ofrecerán los candidatos, pensemos en lo que a la larga más nos conviene a todos: ¿quiénes crearán mejores condiciones sostenibles para la inversión y el empleo?
Una de las tentaciones más grandes en esta dinámica es jugar el papel de víctimas. Que, si no hemos mejorado, seguro es culpa de esos malvados políticos, empresarios, periodistas o quienquiera que sea el “enemigo” de turno. Pero es justamente ese tipo de narrativas las que nos distraen de nuestro papel fundamental como decisores. Nosotros, en un sistema democrático y liberal, elegimos en agregado el destino del país, e individualmente elegimos el propio. No somos víctimas de nadie, somos protagonistas de nuestra historia, y en ese rol somos los inversionistas centrales.