Marcos Ibazeta Marino
Expreso, 12 de junio del 2025
En la lucha del Estado contra el terrorismo se movilizaron muchas oenegés en defensa de acusados y condenados como terroristas por la barbarie de sus actos en contra de la vida de pobladores indefensos y de miembros de las fuerzas del orden, así como por la destrucción de bienes públicos y privados, actuando sin misericordia alguna para asentar sus bases operativas en territorios y hasta cárceles a los que denominaban “liberados”, dentro de cuyos límites todos sus habitantes devenían en cautivos totalmente sometidos a los comisarios del terror, especialmente, los políticos y los militares.
Las agrupaciones no gubernamentales atacaron la validez de los procesos judiciales desde la jurisdicción supranacional, léase Comisión y Corte Interamericanas de Derechos Humanos, basándose en esencia en la presunta violación de los principios que regulan el debido proceso, especialmente, de la independencia judicial.
Los que vivimos esa época recordamos que, ante la arremetida jurisdiccional de la CIDH, a partir del año dos mil, muchos procesos con sentencias confirmadas por la Corte Suprema fueron declarándose nulos, hasta que, finalmente, el gobierno de Alejandro Toledo declaró por Decreto Legislativo la nulidad de todos los procesos judiciales y, por ende, de las condenas impuestas a los imputados del delito de terrorismo, disponiéndose un nuevo juzgamiento con el resultado de absoluciones que ya todos conocemos.
Lo que debemos recordar es que el camino para llegar a la nulidad general de todos los procesos judiciales en mención, desde los organismos supranacionales y con el empuje de las organizaciones que se arrogaron la defensa de los derechos humanos, arrinconó al gobierno de entonces para crear un ente jurídicamente híbrido para revisar la validez de las sentencias de la Corte Suprema, obviando el recurso de revisión que era competencia de esta. Nos referimos a la famosa Comisión de Indultos, cuyos dictámenes anulatorios de condenas no se basaban tanto en violaciones de principios del debido proceso, sino que declaraban la inocencia del condenado de manera fáctica, lo que el Estado legitimaba concediendo un mal llamado indulto.
En forma paralela a este proceso de victimización del terror, fue construyéndose una estructura mental para que la población, por un efecto reflejo, concibiera a los agentes del orden que combatieron aquella plaga como endemoniados agresores a quienes había que castigar severamente.
En la actualidad, el juzgamiento de policías y militares también tiene cuestionamientos basados en la falta de independencia judicial, en la ideologización de acusadores y juzgadores y, entre otros, en un presunto sometimiento ideológico al de los agentes de las oenegés que actuaron como defensores del terrorismo bajo el disfraz de la defensa de derechos humanos.
Con la decisión del gobierno norteamericano de cortar las subvenciones a esas oenegés por considerarlas como grupos desestabilizadores de gobiernos, recién podemos tomar conciencia de su gigantesco poder de manipulación y manejo de las agendas de Estado.
Ante tal situación, ¿no resultaría razonable también crear un mecanismo de revisión de condenas impuestas a policías y militares?