Maite Vizcarra
El Comercio, 15 de mayo del 2025
Vivimos en la paradoja de estar hiperconectados y, al mismo tiempo, encerrados en burbujas de opinión.
Aunque muchos aún asocian la libertad de expresión con gritar más fuerte, el verdadero desafío de nuestro tiempo es otro: aprender a comunicar sin destruir. Las redes sociales nos han dado voz a todos, sí, pero también han multiplicado el ruido. Y cuando todo se grita, nada se escucha.
Esta semana, el Papa León XIV –en confianza, ‘el Papa peruano’– ofreció en el Vaticano un discurso dirigido a periodistas que, sin buscarlo, terminó interpelándonos a todos: “Debemos decir no a la guerra de las palabras y de las imágenes”, dijo, con una lucidez que desarma. Porque si algo nos tiene crispados, agotados y divididos es justamente eso: una guerra simbólica que no para, que se pelea a golpe de titulares, memes, comentarios y algoritmos.
Vivimos en la paradoja de estar hiperconectados y, al mismo tiempo, encerrados en burbujas de opinión. Nos informamos para confirmar lo que creemos, no para contrastarlo. La desinformación no solo circula: se viraliza, se premia, y peor aún, se monetiza. Y con ella, se normaliza el descrédito y la sospecha. Cada día nos cuesta más distinguir lo falso de lo verdadero, lo que fue generado por una persona de lo que fue producido por una inteligencia artificial anónima.
Por eso, las palabras de León XIV no suenan a sermón, sino a advertencia: “Solo los pueblos informados pueden tomar decisiones libres”. ¿Cómo ejercitar la libertad si no sabemos qué es real? ¿Cómo proteger el derecho a expresarnos si las mismas herramientas que nos empoderan también nos manipulan? Entonces, hoy en día ya no basta con tener voz; también necesitamos criterio y contexto.
Y no se trata solo de los periodistas. Cada uno de nosotros, en tanto productores de contenido y opinadores amparados en nuestra libertad de expresión, jugamos con más intensidad un papel clave en esos auditorios universales que son nuestras redes sociales.
Porque cada contenido que compartimos –incluso sin querer– puede construir un puente, o cavar una trinchera. Y el mayor riesgo que enfrentamos no es el silencio, sino la saturación: estamos tan expuestos a estímulos que el pensamiento crítico se disuelve, se anestesia.
Por eso, como recordó León XIV, “la comunicación no es solo transmisión de información, sino creación de cultura”. Y esa cultura puede ser de paz o de conflicto. De escucha o de griterío. De empatía o de odio. De humanidad o de automatismo. La diferencia está en cómo usamos la palabra, porque cuando desarmamos el lenguaje de prejuicio, odio o fanatismo – como sugiere el Papa– no solo cuidamos la conversación. Cuidamos la posibilidad misma de seguir conversando.
Y si, como decía San Agustín –citando lo dicho por el Papa peruano– “los tiempos somos nosotros”. Entonces hablemos –y vivamos– como si quisiéramos tiempos más justos, más amables, más libres.