Iván Alonso
El Comercio, 27 de junio del 2025
“Nuestro problema, en realidad, no es la dificultad para alcanzar mayorías o supermayorías, sino más bien la facilidad con la que se alcanzan”.
Decíamos aquí mismo hace unos años, con los resultados de las elecciones legislativas del 2019 a la mano, que la valla electoral –el requisito de obtener, al menos, el 5% de los votos válidos a nivel nacional para tener derecho siquiera a un escaño– no es un mecanismo muy efectivo para reducir la dispersión en el Congreso. Veintiún listas se presentaron en aquella oportunidad.
Solo nueve pasaron la valla. Otras ocho recibieron suficientes votos en distintas circunscripciones como para ocupar 16 escaños en total; pero, al no pasar la valla, los perdieron. Sin embargo, con valla o sin valla, bastaban cuatro bancadas (Acción Popular, APP, el Frepap y Fuerza Popular) para alcanzar una mayoría simple y una más (cualquiera) para una mayoría calificada, como la que se requiere para aprobar un crédito suplementario, por ejemplo.
Lo mismo se puede decir de las elecciones legislativas del 2021. Se presentaron 20 listas. La mitad pasó la valla. Del resto, solamente tres habrían obtenido uno o más escaños si esta no hubiera existido. La valla electoral alteró los resultados apenas en tres circunscripciones: un escaño cambió de manos en Junín, otro en Loreto y cuatro más en Lima. Y antes de que comenzaran a fragmentarse y recomponerse, bastaban, con valla o sin valla, tres bancadas para una mayoría simple y cuatro para una mayoría calificada. Así de superflua es la valla electoral.
Nuestro problema, en realidad, no es la dificultad para alcanzar mayorías o supermayorías, sino más bien la facilidad con la que se alcanzan. Las propuestas más disparatadas se aprueban, inclusive, casi por unanimidad. Eso nos obliga a pensar en los motivos del voto parlamentario (parafraseando el título de un libro del economista Gordon Tullock).
Toda propuesta legislativa tiene un número, aunque sea reducido, de beneficiarios. Pero no se necesitan muchos votos para ser elegido o reelegido. El congresista “marginal” –el último en alcanzar la cifra repartidora en cada circunscripción– sacó, en promedio, 3.600 votos preferenciales de ventaja a su más cercano competidor, en su propia lista, para conseguir su escaño. Ese, digamos, es el número de potenciales beneficiarios en el que piensa para sentir que ha cumplido con su electorado o para pedir su voto en la próxima elección. No piensa tanto en defender una doctrina o un programa legislativo. Eso no va a cambiar mientras no cambien las reglas electorales, así pidamos certificados de estudios a los candidatos o les hagamos firmar pactos solemnes. El voto preferencial es el problema.