Ian Bremmer
El Comercio, 10 de agosto del 2025
“¿Existe una salida? Tal vez, si los modelos de IA descentralizados y de código abierto logran imponerse».
La tecnología alguna vez prometió dispersar el poder. Los primeros visionarios de Internet soñaban con que la revolución digital daría a las personas la posibilidad de liberarse de la ignorancia, la pobreza y la tiranía. Y, por un tiempo, así fue.
Hoy, sin embargo, algoritmos cada vez más sofisticados aprenden no solo a predecir, sino también a influir en nuestras decisiones, habilitando formas de vigilancia y control centralizado que no rinden cuentas a nadie. Esta nueva revolución de la inteligencia artificial podría incluso volver más estables a los sistemas políticos cerrados que a los abiertos, donde la transparencia, el pluralismo y los contrapesos –pilares de la democracia– podrían convertirse en desventajas en una era de cambios vertiginosos. Si la apertura dio a las democracias su fortaleza, ¿podría ser también la causa de su futura caída?
Hace dos décadas propuse la “curva en J”, que relaciona la apertura de un país con su estabilidad: las democracias consolidadas son estables porque son abiertas; las autocracias consolidadas lo son porque son cerradas; y los países atrapados en un punto intermedio suelen quebrarse bajo presión.
Pero esa relación no es fija: la tecnología la moldea. En aquel entonces, vivíamos una revolución descentralizadora de telecomunicaciones e Internet que conectó al mundo y dio a la ciudadanía más información que nunca, inclinando la balanza hacia los sistemas abiertos. Desde la caída del Muro de Berlín y la disolución de la Unión Soviética, hasta las Revoluciones de Colores en Europa del Este y la Primavera Árabe en Medio Oriente, la liberalización global parecía imparable.
Ese impulso se frenó en seco. La revolución descentralizadora dio paso a una era de datos centralizados, sostenida por los efectos de la red, la vigilancia digital y la manipulación algorítmica. En lugar de dispersar el poder, la tecnología lo concentró, otorgando a un reducido grupo de gobiernos y empresas tecnológicas la capacidad de definir qué ven, hacen y creen miles de millones de personas.
Así, los ciudadanos dejaron de ser actores principales para convertirse en objetos filtrados y clasificados por sistemas tecnológicos. Los regímenes cerrados ganaron terreno, y muchos avances democráticos se revirtieron: Hungría y Turquía amordazaron a la prensa y politizaron sus sistemas judiciales; Xi Jinping consolidó su poder y dio marcha atrás a dos décadas de apertura económica en China; y Estados Unidos pasó de exportar –de forma a veces inconsistente y contradictoria– el modelo democrático a exportar las herramientas que lo debilitan.
La inteligencia artificial amenaza con acelerar este proceso. Pronto, los modelos entrenados con nuestros datos privados nos “conocerán” mejor que nosotros mismos, condicionando nuestro comportamiento más rápido de lo que nosotros podemos condicionarlos. El poder se concentrará aún más en manos de quienes controlen los datos y los algoritmos.
Aquí, la “curva en J” se deforma: tanto las sociedades muy cerradas como las hiperabiertas se vuelven frágiles, y la gráfica adopta forma de U. Con el tiempo, a medida que el control de los modelos más avanzados se concentre, las autocracias podrían fortalecerse y las democracias desgastarse, invirtiendo la curva hacia una J invertida, donde la estabilidad favorece a los sistemas cerrados.
En este escenario, el Partido Comunista Chino podría convertir sus gigantescos bancos de datos, su control estatal de la economía y su aparato de vigilancia en una ventaja política sostenible. Estados Unidos, por su parte, podría deslizarse hacia un sistema más centralizado y tecnopolar, donde un pequeño grupo de gigantes tecnológicos influya cada vez más en la vida pública para beneficio propio. Ambos modelos terminarían igual de centralizados, dejando a los ciudadanos en segundo plano. Países como India y los del Golfo seguirían el mismo camino, mientras Europa y Japón arriesgarían irrelevancia geopolítica –o inestabilidad interna– al quedarse rezagados en la carrera por el dominio de la IA.
¿Existe una salida? Tal vez, si los modelos de IA descentralizados y de código abierto logran imponerse. En Taiwán, ingenieros y activistas desarrollan de forma colaborativa un modelo basado en DeepSeek, con el objetivo de mantener la IA avanzada en manos de la sociedad civil y no de corporaciones o gobiernos. Si triunfan, podrían devolver parte de la descentralización que prometió la Internet temprana; aunque también aumentarían el riesgo de que actores malintencionados usen esas capacidades para dañar. Hoy, sin embargo, la inercia está del lado de los modelos cerrados que concentran el poder.
La historia deja un resquicio de esperanza: cada revolución tecnológica –la imprenta, el ferrocarril, los medios de comunicación masiva– primero desestabilizó la política, pero luego impulsó la creación de nuevas normas e instituciones que devolvieron el equilibrio entre apertura y estabilidad. La pregunta es si las democracias podrán adaptarse de nuevo antes de que la inteligencia artificial las deje fuera de juego.
–Glosado, editado y traducido–