Gabriel Daly
El Comercio, 21 de julio del 2025
“El autoritarismo se ha convertido en una tentación transversal, presentada como remedio instantáneo a la inseguridad y la corrupción”.
En los últimos 20 años, América Latina ha experimentado un preocupante aumento en la demanda por liderazgos autoritarios o de “mano dura”. No es extraño escuchar frases como “lo que el Perú necesita es un gobierno autoritario”, reflejo de un hartazgo ciudadano frente a la ineficiencia, la corrupción y la inseguridad. Sin embargo, estos pedidos ponen en riesgo la democracia, un sistema que, pese a sus fallas, ha demostrado generar mejores resultados que las alternativas populistas y autoritarias.
Según el Latinobarómetro, en el 2002 solo el 15% de la región justificaba un gobierno autoritario si resolvía problemas económicos; hoy, en países como El Salvador o el Perú, esa cifra supera el 30%. El 65% de los ciudadanos considera que la democracia funciona “mal o muy mal”, frente al 39% de hace dos décadas. La consecuencia: se premia a ‘outsiders’ que prometen orden, incluso a costa de las libertades.
Sin embargo, las cifras contradicen esa nostalgia. Del 2005 al 2025, Chile, Costa Rica y Uruguay –democracias consolidadas– lograron mayor crecimiento del PBI per cápita, menor volatilidad macroeconómica y una atracción sostenida de inversión extranjera. En cambio, regímenes autoritarios como Nicaragua o Venezuela muestran colapso económico, inseguridad y migración masiva.
Las democracias han logrado reducir más la pobreza y ampliar los servicios básicos, porque permiten un mejor control ciudadano y la corrección de políticas mediante el voto. Las dictaduras, al no enfrentar rendición de cuentas, terminan cometiendo errores más graves y persistentes. Además, las democracias muestran menor corrupción y mayor respeto a la propiedad privada, pilares para la innovación y el crecimiento sostenible.
¿Por qué crece la añoranza autoritaria? La respuesta: en muchos países la democracia no ha sido eficaz. Donde hay fragmentación política, corrupción sistémica e incapacidad de garantizar servicios básicos, la ciudadanía castiga a los partidos y apuesta por líderes fuertes. La inseguridad es clave en esta ecuación: América Latina concentra más de 100.000 homicidios anuales, con redes criminales que capturan instituciones. Frente a este caos, la promesa de orden es irresistible.
Las redes sociales amplifican esta lógica. Refuerzan discursos simplistas: “los corruptos”, “la casta”, “los choros”, frente a soluciones mágicas. La democracia, que requiere negociación y tiempo, se percibe como débil; el autoritarismo, veloz y resolutivo. Pero esta velocidad cuesta cara: erosiona instituciones, reduce libertades y ahuyenta la inversión.
La democracia no se sostiene por razones morales, sino por resultados concretos. Pero mientras esto no sea evidente para la ciudadanía, seguirá optando por líderes que ofrecen orden a cualquier precio. En América Latina, el voto autoritario no surge del desprecio a la libertad, sino de la frustración: la libertad no ha resuelto sus problemas. El reto no es solo defender la democracia con discursos filosóficos, sino hacerla eficaz. Apostar por un caudillo puede dar alivio inmediato, pero generará un retroceso que costará revertir.
¿Y en el Perú qué ofrecen nuestros políticos? Keiko Fujimori insistió en una estrategia basada en “inteligencia, estrategia y mano dura” para enfrentar la violencia. Rafael López Aliaga ha planteado convocar un referéndum para aplicar pena de muerte en casos de homicidios de menores, corrupción grave o ataques contra policías. Sus propuestas incluyen militarización de la seguridad y penalización acelerada, reduciendo garantías procesales.
La izquierda radical ofrece una “mano dura” orientada a golpear a las élites políticas y económicas, refundar el Estado, imponer sanciones ejemplares a corruptos y transnacionales, y concentrar poder en un Ejecutivo fuerte.
El autoritarismo, así, se ha convertido en una tentación transversal, presentada como remedio instantáneo a la inseguridad y la corrupción. Pero detrás de esa promesa late la misma amenaza: debilitar la democracia en nombre de la rapidez. No nos engañemos: quienes claman por “mano dura” suelen traer consigo tijeras para recortar libertades. Y, por más que incomode, los datos son claros: las democracias han dado mejores resultados que las aventuras autoritarias.