Gabriel Daly
El Comercio, 31 de marzo del 2025
Queremos menos partidos, pero rechazamos las alianzas, una contradicción que evidencia la fragilidad de nuestro sistema democrático.
El panorama electoral peruano es una ironía grotesca. En la actualidad, hay 41 partidos inscritos y 32 en proceso de inscripción. Según el Jurado Nacional de Elecciones (JNE), podríamos enfrentar una contienda con hasta 45 agrupaciones políticas. Lejos de reflejar una democracia vibrante, esta proliferación evidencia un sistema fragmentado y desorientado.
Tres problemas fundamentales emergen de este exceso. Primero, la dispersión del voto impide que un candidato obtenga una mayoría clara. En el 2021, Pedro Castillo pasó a la segunda vuelta con apenas el 15% de los votos, una cifra irrisoria para un jefe de Estado. Segundo, ante la competencia salvaje, los partidos recurren al populismo y al extremismo para captar atención, reduciendo el debate político a simples eslóganes. Tercero, elegir entre decenas de opciones irrelevantes y efímeras es una tarea imposible. ¿El resultado? Una democracia anémica, instituciones débiles y un país condenado a la incertidumbre.
Este escenario no es casual. Martín Vizcarra lideró el debate para reducir el umbral de inscripción de 700.000 a un poco más de 20.000 firmas, allanando el camino para la multiplicación descontrolada de partidos. Su gobierno impulsó también las elecciones primarias abiertas simultáneas y obligatorias (PASO) como un supuesto remedio. Sin embargo, la raíz del problema nunca fue la selección de candidatos, sino la falta de filtros reales para fundar un partido político. Si hay un responsable de este caos, es Vizcarra y una parte de la clase política que lo respaldó.
Ante este panorama, surge una pregunta inevitable: ¿cómo arreglarlo? Lamentablemente, las opciones son escasas. Algunos proponen las alianzas políticas como una solución, pero allí radica la gran paradoja.
Una encuesta de El Comercio revela que el 70% de los peruanos quiere menos partidos, pero solo el 28% ve en las alianzas el camino para lograrlo. Es decir, el país rechaza la fragmentación, pero tampoco confía en las coaliciones.
La desconfianza es comprensible. Las alianzas no son pactos programáticos, sino maniobras oportunistas. Cuando partidos con ideologías opuestas se unen, el electorado sospecha –y con razón– que no es un acuerdo para gobernar, sino para tomar el poder a cualquier costo. La fallida alianza entre el Apra y el PPC en el 2016, que juntó a dos figuras históricamente antagónicas como Alan García y Lourdes Flores, es un buen ejemplo de esta desafección.
Además, en el Perú, los partidos carecen de estructuras sólidas y militancia activa. Las alianzas, en lugar de ser acuerdos entre organizaciones políticas, suelen girar en torno a figuras individuales, reforzando el caudillismo y debilitando el debate ideológico.
Incluso, cuando se forman alianzas para gobernar, rara vez perduran. La experiencia de Juntos por el Perú –una coalición que reunió a Nuevo Perú, Perú Libre y otros sectores de izquierda– terminó en una ruptura entre el cerronismo y las fuerzas progresistas.
La realidad es innegable: vamos rumbo a elecciones con más de 40 partidos y sin ninguna garantía de estabilidad. Las alianzas podrían ser una herramienta para rescatar cierta gobernabilidad, pero la ciudadanía no cree en ellas, ni para ganar ni para gobernar. Las escasas reformas posibles antes del 12 de abril han quedado, atrapadas en un limbo legal tras la convocatoria electoral de la presidenta Dina Boluarte.
Las cartas ya están sobre la mesa y los partidos tienen el reto de formar alianzas que sean sólidas, tanto política como operativamente y que sean vistas como auténticas por la población. Lo que se juega no es solo una elección, sino el futuro del sistema democrático en el Perú.