Franco Salto / Gabriela Espinar
El Comercio, 10 de agosto del 2025
“La criminalidad no solo crece: se infiltra y se normaliza. Y en algunos casos, como ha advertido Moody’s, se protege desde el propio Estado”, escriben los economistas de Redes
¿Cómo empezó a degradarse la seguridad? Primero, los robos en calles, luego las extorsiones a los negocios y finalmente el sicariato en la esquina. Hoy, regiones como Madre de Dios ya registran tasas de homicidio comparables a las de México y el crimen nos cuesta S/30 mil millones al año. Ningún empresario, grande o pequeño, apuesta por una zona donde manda la mafia.
El crimen avanza cuando no se actúa con rapidez ni decisión. Ecuador lo demuestra: en el 2019 tenía tasas de homicidio más bajas que el Perú y Colombia, pero estas crecieron abruptamente. Hoy, es el país más violento de la región, con un índice seis veces mayor que el nuestro, según el Observatorio del Crimen y la Violencia.
Frente a esta ola, la pregunta es inevitable: ¿quién podrá defendernos? La respuesta debería ser el Estado. Pero, ¿cómo esperar políticas sostenibles si cada ministro del Interior dura, en promedio, apenas tres meses en el cargo? Peor aun, somos el país donde menos confiamos en las instituciones, según el Edelman Trust Barometer, y es precisamente el Estado en quien menos confiamos.
La falta de confianza en las instituciones alimenta un círculo vicioso: el Estado pierde capacidad de acción y la ciudadanía se aleja. No es casualidad que el Perú sea el segundo país con menor apoyo a la democracia en la región, y solo uno de cada diez peruanos se siente satisfecho con ella, según el Latinobarómetro 2024.
Este desencanto ha abierto espacio a discursos populistas y radicales, que, bajo la promesa de acabar con la violencia, están ganando cada vez más apoyo. Hoy, casi la mitad de los peruanos desea un liderazgo con “mano dura”. Sin embargo, estas propuestas tienden a debilitar las instituciones democráticas y erosionar el Estado de derecho.
Presionados por la población, los gobiernos han caído en una lógica reactiva, abordando la inseguridad como un guion simplista de policías y ladrones: más patrulleros, más cámaras, más penales y más estados de emergencia, que se han convertido en la fórmula predilecta, aunque la evidencia demuestra su ineficacia.
Esto genera que el Estado llegue tarde o nunca llegue. Sin un enfoque integral y preventivo que atienda causas estructurales como la pobreza, el desempleo juvenil o la corrupción, todo esfuerzo se vuelve parche. Estas problemáticas complejas no se resuelven desde una sola institución: exigen colaboración efectiva entre poderes del Estado, niveles de gobierno y sociedad civil, como advierte una reciente investigación del BID. Pero en el Perú esa coordinación sigue siendo la excepción, no la norma.
Las medidas técnicas no bastan sin una gobernanza sólida y un liderazgo capaz de sostenerlas. Hoy, las autoridades parecen más ocupadas en competir por protagonismo y recursos que en trabajar juntas. Países vecinos ya han demostrado lo que funciona: inteligencia, desmantelamiento de mafias y un sistema de justicia eficaz. Mientras tanto, en el Perú, ni siquiera contamos con un sistema de información que conecte adecuadamente a policías, fiscales y jueces.
Así, la criminalidad no solo crece: se infiltra y se normaliza. Y en algunos casos, como ha advertido Moody’s, se protege desde el propio Estado. Ojalá que las elecciones del 2026 no sean solo otro trámite, sino también la oportunidad de elegir quién puede realmente defendernos. No con promesas vacías, sino con hechos. Con visión. Y con la voluntad firme de reconstruir el pacto social que el crimen organizado nos está arrebatando.