Enrique Krauze
El Comercio, 20 de julio del 2025
Pero en una atmósfera totalitaria, la confianza muere de temor y ojalá los pueblos de América aprendan la lección.
“Con el poder puede hacerse mucho daño y poco bien”, decía Octavio Paz. Tenía en mente los horrores que perpetró el poder absoluto en el siglo XX. Todo régimen todopoderoso debe tenerlos en cuenta: llegaron creyéndose salvadores del pueblo y fueron sus verdugos.
Lenin buscó y obtuvo el poder absoluto para construir el socialismo. Stalin se contentó con instaurarlo en un solo país. Lo que logró no fue la creación del socialismo sino una dictadura totalitaria sin precedentes. Y ¿para qué? Para dar pie a un nuevo zarismo. Putin adolece de los mismos delirios imperiales y oscurantistas de Nicolás I, pero carece de las luces de Pedro el Grande. ¿Qué hace ahora con el poder absoluto? Exportar desolación y muerte.
Hitler usó el poder absoluto para vengar la derrota de la I Guerra Mundial, reconstruir militarmente la economía alemana y borrar de la faz de la tierra a los judíos, supuestos causantes de la derrota. Con el Tercer Reich advendría la supremacía racial aria sobre el mundo. Su mensaje de odio hechizó al pueblo más culto de la época. ¿Resultado? 66 millones de muertos.
Mao quiso buscar su propia vía al socialismo y para eso desató la Revolución Cultural, proceso salvaje de “reeducación” al comunismo que tuvo al menos dos millones de muertos. Por fortuna, China encontró en Deng Xiaoping un líder que no buscó el poder absoluto para acrecentarlo sino para reformarlo. Abrió la libertad económica, quiso renovar al partido cada diez años y dejó el mando en vida. Lo usó para bien, y los resultados están a la vista: China es una cleptocracia llena de contradicciones y tensiones, pero es la potencia exportadora del siglo XXI. Fidel Castro usó el poder para repetir el modelo soviético. Ahogadas todas las libertades, al menos apuntaló instituciones de salud y educación, pero el colapso de la URSS cerró la etapa. El país estaba urgido de una apertura similar a la china. Castro cerró esa vía. A pesar del subsidio venezolano, el barco siguió hundiéndose. Antes de morir, el líder aceptó que la revolución con la que había soñado… había fracasado. El poder absoluto había convertido a Cuba en lo que sigue siendo: una isla de pesadumbre.
Hugo Chávez buscó y obtuvo el poder absoluto para construir el “socialismo del siglo XXI”. Destruyó la ejemplar petrolera pública. Y, a la voz de “exprópiese”, arrasó la empresa privada. ¿Resultado? El derrumbe de Venezuela no tiene precedentes en la historia mundial.
Los presidentes del PRI no tuvieron el poder absoluto: no eran amos del partido y los limitaba el período sexenal. Por eso hubo etapas de vocación social y de crecimiento económico. Pero sus críticos nunca olvidamos sus lacras: la corrupción endémica, la prostitución de la democracia, la república simulada, el faraonismo económico y el endiosamiento presidencial. Para acabar con ellas, los mexicanos conquistamos la transición democrática del 2000, que hoy el régimen ha decapitado.
Morena detenta un poder absoluto que las urnas no le concedieron. ¿Qué ha hecho con él? Repartirse y repartir a cambio de obediencia. Destruir las instituciones del siglo XX. En otros ámbitos, no solo copia lo malo del PRI sino lo supera, pisoteando el legado del siglo XIX.
Hace unas semanas aún quedaba margen para consumar la destrucción. Aún se podía arrebatar a los ciudadanos lo que queda del Instituto Nacional Electoral y acabar con el último valladar, la libertad de expresión. Las leyes que acaban de aprobarse consumarán ese atropello y enfilan a México a un rumbo totalitario. Se dirá que aún existe la libertad de empresa. Pero en una atmósfera totalitaria, la confianza muere de temor y ojalá los pueblos de América aprendan la lección.