Diego Macera
El Comercio, 2 de noviembre del 2025
“La gestión de Boluarte fue pobre, pero fue la promesa implícita de que el barco económico no se iba a mover demasiado lo que animó a varios a invertir lo que no habían invertido en años pasados”.
Entre la seguidilla de noticias sobre la inseguridad ciudadana, juicios a políticos prominentes, candidatos para las elecciones próximas, y nuestra ya tradicional vacancia presidencial de cada año y medio o dos, ha pasado un poco desapercibido que al Perú le ha ido sorprendentemente bien este año en términos económicos.
Mal que bien, por donde uno mire, las estadísticas van mejor de lo anticipado. El empleo formal privado viene creciendo al 6.5% por año, equivalente a cerca de 275 mil puestos de trabajo, suficiente para absorber a la gran mayoría de los jóvenes que se incorporan al mercado laboral cada año. Los sueldos promedio, aun descontados de inflación, también han mejorado. Las importaciones de insumos y de máquinas para producir —que reflejan bien el impulso empresarial del país— han crecido más de 15%, mientras que las importaciones de bienes duraderos para las familias —como electrodomésticos o ropa— alcanzan un sorprendente 28% de expansión. La lista se puede completar con alzas notables en el IGV, consumo de cemento, uso de boletas electrónicas, compra de vehículos, etc. Todo nos cuenta más o menos la misma historia. ¿Qué está pasando?
Como siempre en estos temas complejos, no puede haber una sola explicación. Parte de la receta exitosa ha estado en un entorno macroeconómico favorable para el crecimiento. La inflación está bajo control y en la banda en la que el Banco Central de Reserva (BCRP) se siente cómodo. Ello facilitó que las tasas de interés bajaran: la preferencial corporativa a tres meses, por ejemplo, se redujo casi a la mitad entre agosto de 2023 y octubre de 2025. Eso estimula inversiones. La caída del tipo de cambio —un fenómeno global— ayudó también a algunas industrias, sobre todo las que dependen de importaciones. Los precios del cobre y del oro por las nubes aportaron —y cualquier economista percibe que, de hecho, el país debería crecer aún más con ese impulso extra de los commodities—.
Por ahora, todo apunta a que el país crecería cerca de medio punto porcentual más en el 2025 de lo que se estimaba a mediados del año pasado, y la viada se mantiene. En el fondo, quizá la estadística más relevante es que la inversión privada crece más rápido de lo anticipado. Este año, el BCRP estima que la inversión privada total llegará a US$54.9 mil millones, 31% más que en el 2019. Ahí empieza la bola de nieve de empleos, tributos, producción, etc. Pero esto también debe tener una explicación algo más profunda.
La clave estructural del cambio —aunque siempre hay problemas de huevo y gallina en estos menesteres— podría estar en la confianza empresarial y el rol de un escenario político menos agresivo. Los resultados de la encuesta mensual de expectativas del BCRP son especialmente interesantes en este sentido.
Luego del colapso a causa del COVID-19 y del correspondiente rebote a finales de 2020 e inicios de 2021, conforme se abría la economía, las expectativas empresariales sobre la economía a corto plazo entraron en terreno depresivo por largo tiempo tras la victoria de Pedro Castillo en la primera vuelta de abril. La salida de capitales de los meses siguientes de la elección fue brutal, nunca antes registrada en el país. En cierto sentido, el Perú se paralizó. Era la primera vez en al menos un cuarto de siglo, desde que se lleva la cuenta, que las expectativas empresariales sobre el futuro habían estado tan apagadas por un tiempo tan prolongado, y la causa evidente era la situación política.
Hacia finales de 2023, ya con la presidenta Dina Boluarte algo más asentada en Palacio de Gobierno tras un inicio turbulento, la perspectiva empieza a cambiar. Y es recién a mediados de 2024 —es decir, más de tres años luego de esos nefastos comicios de 2021— que la visión empresarial pasa finalmente a terreno optimista. Desde entonces ha venido mejorando —de forma modesta pero progresiva— y desde inicios de este año se halla ya en niveles similares a los que tenía antes de la pandemia. Es decir, entre una cosa y otra, costó cerca de cinco años volver al relativo optimismo pre-Covid. El resultado: más empresas que se animan a invertir, más empleo, más tributos, etc.
¿Fue todo esto entonces consecuencia de una buena administración del equipo de la presidenta Boluarte? ¿Sus abundantes virtudes —aunque poco publicitadas— explican el cambio de signo de la economía nacional? Evidentemente no, pero el punto de fondo es que tampoco era necesario. Esa es la lección central. Lo que sugiere la presente historia es que se requería una pizca de predictibilidad para prender la mecha. Bastaba apenas un empujoncito —o más bien, la perspectiva de que no iba a haber grandes empujones—, y la rueda que conecta la confianza, la inversión, el empleo y el consumo podía volver a girar.
Es cierto que la gestión de Boluarte fue particularmente pobre. Entre todas sus carencias y fallas, nos dejó una economía fiscalmente debilitada y el avance a paso firme de las economías ilegales. Ninguna de las dos herencias es broma. Y aún así, fue la promesa implícita de que el barco económico no se iba a mover demasiado —al menos por un tiempo— lo que posiblemente animó a varios a invertir lo que no habían invertido en años pasados. Solo nos queda imaginar dónde estaríamos hoy, con estas excelentes condiciones macroeconómicas e internacionales, si más bien hubiésemos tenido un buen gobierno del 2021 en adelante. Y más aún, si hubiéramos tenido algo de predictibilidad desde el 2016. Las cuerdas separadas nunca existieron.
Esta sensibilidad hace especialmente importante lo que suceda en abril de 2026. Hay condiciones que se pueden ver básicas o mínimas, pero a la vez ambiciosas. Si el siguiente inquilino de Palacio de Gobierno tiene al frente un Senado que le dé perspectivas de mantenerse por los cinco años, es capaz de controlar el avance de la inseguridad ciudadana, pone algo de orden en el presupuesto público, y comunica visión económica relativamente sensata, los ingredientes deberían ser suficientes para que el Perú crezca bastante más rápido y la pobreza finalmente regrese a los niveles de 2019. No se necesita, parece, mucho más, y no debería —la verdad— ser tanto pedir.
			
			
									





