Diego Macera
El Comercio, 15 de junio del 2025
“La senda de Bolivia era predecible, pero no por eso menos lamentable. El ajuste tendrá que venir, y mientras más tarde se haga, más doloroso será”.
“Nos dijeron hace unos 10, 15 o 20 años que aquí la empresa privada va a resolver los problemas de la corrupción y los problemas del desempleo. Pasan tantos años, más desempleo, más corrupción, que por tanto ese modelo económico no es solución para nuestro país, tal vez en algún país europeo o africano puede ser una solución. En Bolivia, el modelo neoliberal no va”. Con esas palabras inauguraba Evo Morales su primer mandato presidencial en Bolivia en enero del 2006. Por qué motivo lo que aparentemente había funcionado en otros países no podía funcionar en Bolivia quedó sin explicar, pero el caso es que el líder aimara llevó a su país por una senda diferente. Hoy, ese camino de refundación nacional y promesas ha terminado con una nación al borde del colapso.
Aquí el destino demostró que le gustan las ironías; el período de Morales coincidió con precios internacionales muy buenos para sus exportaciones que le permitieron expandir considerablemente el gasto público. Sin ese golpe de suerte, facilitado por las fuerzas “neoliberales” globales que Morales denostaba, su historia hubiese sido diferente. Las reformas “neoliberales” de los años noventa, además, fueron las que permitieron en primer lugar que haya exploración de gas, el contrato de exportación a Brasil, la construcción del gasoducto, etc. Morales se aprovechó de la herencia “neoliberal” que encontró armada. Más contrataciones públicas con mejores sueldos, más subsidios para gasolina, para créditos y para otros productos, dólar barato, transferencias de efectivo para las familias pobres (y no pobres), entre otras medidas, se extendieron en el período de bonanza.
Además, el modelo boliviano –que incluyó una nueva constitución aprobada en el 2009– sustituyó inversión privada por inversión pública, nacionalizó los hidrocarburos (su principal exportación) y agregó capas regulatorias y de fiscalización insondables para las empresas privadas. En otras palabras, le cedió al Estado la responsabilidad para crear riqueza, mientras miraba con recelo cualquier iniciativa empresarial.
Por un tiempo, mientras las divisas por las exportaciones seguían entrando con fuerza, el modelo parecía funcionar. Entre el 2007 y 2014, Bolivia creció en promedio por encima de 5% anual. Era por entonces que algunos políticos peruanos, encandilados con la historia del líder cocalero que anunciaba el éxito de su ruta socialista, prometían repetir sus recetas aquí. ¿Acaso no había Evo demostrado que derrocando al gran capital internacional se recomponía la dignidad nacional y se alcazaba la prosperidad?
Pero en el proceso estaban ya las semillas de su eventual implosión. La inversión privada aún en el período de auge no llegaba al 5% del PBI (en el Perú suele estar más cerca de 18% del PBI). Las reservas de gas –ante la falta de exploración– se empezaron a secar. El gasto fiscal crecía a pasos agigantados. El gobierno concentraba cada vez más influencia. Y la manera de tener éxito en los negocios era la cercanía con el poder político antes que la innovación, la calidad o la eficiencia empresarial. Nada de esto importaba demasiado mientras los dólares siguieran llegando.
Pero la fiesta, como sucede como todas las fiestas, eventualmente debía terminar. Los precios del gas cayeron, y Bolivia tampoco tenía mucho más qué exportar. Los ingresos fiscales por Impuesto Directo a los Hidrocarburos pasaron de 6,8% del PBI en el 2014 a 1,8% del PBI en el 2023. No había ya un sector privado sano que tome la posta, aguante el crecimiento, genere empleo y pague impuestos; había desaparecido. En ese contexto, cualquiera pensaría que lo lógico es ajustarse el cinturón fiscal y buscar nuevas fuentes sostenibles de crecimiento. El gobierno, en cambio, decidió mantener la música sonando a la fuerza. El pueblo boliviano se había acostumbrado al dispendio. Así, el costo político de bajar el gasto fiscal era grande, y las ambiciones políticas de Morales lo eran aún más.
El Banco Central de Bolivia pasó entonces a financiar al gobierno y consumir reservas internacionales. Estas últimas pasaron de US$15.000 millones en el 2014 a menos de US$2.000 millones en el 2024, de las cuales no más del 10% era líquido (nótese que, en el Perú, las reservas internacionales superan hoy los US$85.000 millones, casi todo en depósitos o valores muy líquidos). La obsesión por mantener un tipo de cambio fijo creó, por un tiempo, la ilusión de estabilidad de precios en Bolivia, pero el costo invisible fue la desaparición progresiva de las reservas internacionales. Así, el déficit fiscal –la diferencia entre los ingresos y los gastos del gobierno– se disparó. De 3,4% del PBI en el 2014, pasó a 10,4% el año pasado. Esa es una cifra astronómica y absolutamente insostenible, superior incluso al déficit fiscal del Perú durante el colapso de la economía en el 2020 a causa de la pandemia.
El último año, la crisis boliviana parece haber entrado a su etapa terminal. La escasez de dólares hace muy difícil importar combustible, y diferentes protestas emergen a lo largo del país. Mientras que el tipo de cambio oficial, controlado, es de 6,9 bolivianos por dólar, el tipo de cambio paralelo –al que accede la gente común– está cerca de 17 bolivianos por dólar. Ello dificulta también la importación de medicinas e insumos médicos básicos, y en los próximos meses podría verse una seria escasez de estos. Hay varios motivos para pensar que la crisis se agravará antes de que mejore.
Algunos negocios y personas han empezado a ver en criptomoneda ancladas del valor del dólar (llamadas stablecoins) una alternativa para acceder a un activo líquido y estable. Incluso se habló de que la propia empresa estatal Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos consideró en algún momento usar la stablecoin USDT para pagar por sus importaciones de combustible. En ese hecho conviene detenerse algunos segundos para reflexionar lo que implica que el país que renegó de la integración económica con el resto del mundo por su abundancia en la exportación hidrocarburos ahora deba recurrir a criptomonedas para ver si puede importarlos.
De acuerdo con la Fundación Milenio, un centro de pensamiento independiente boliviano, los principales recortes para ordenar la parte fiscal pasan por reducir el gasto en salarios del sector público (que ascenderían a 15% del PBI –en el Perú no supera el 10%–), bajar el subsidio a los combustibles y focalizar mejor las asistencias sociales (su programa de transferencias para la vejez, por ejemplo, alcanza incluso a personas de altos ingresos). En paralelo, fortalecer la independencia de su banco central, implementar un tipo de cambio flexible y promover inversión privada –nacional y extranjera– son indispensables.
La senda de Bolivia era predecible, pero no por eso menos lamentable. El ajuste tendrá que venir, y mientras más tarde se haga más doloroso será. En agosto tendrán elecciones, sin la presencia de Morales. Sirva de ejemplo para advertirnos por aquí de los cantos de sirena que se vienen para las elecciones de abril. Las historias de dignas nacionalizaciones, concentración de poder y ahogo a las libertades económicas siempre, sin excepción, acaban igual.