Diego Macera
El Comercio, 20 de mayo del 2025
“La pobreza es la prioridad, pero no quiere decir que se pueda considerar que el trabajo está hecho y completo para la población no pobre”.
Cada mes de mayo hay un titular fijo en la cobertura periodística peruana: con la publicación anual de la Encuesta Nacional de Hogares (Enaho), la fuente principal de información socioeconómica de las familias peruanas, el foco central se torna hacia la tasa de pobreza nacional. Esto tiene sentido. Reducir la cantidad de familias que no pueden acceder a un combo elemental de alimentos, vivienda y demás necesidades básicas es una prioridad de cualquier país. Y para eso tenemos que medir bien los hogares, sus gastos, sus ingresos y sus carencias. En la última Enaho, publicada el 8 de mayo, los titulares noticiosos informaron –diligentemente– que la tasa de pobreza del 2024 ascendía a 27,6% de la población.
Pero el conocimiento sobre la evolución y capacidades económicas de las familias peruanas no tiene por qué agotarse ahí. Para tener una buena radiografía, no es suficiente con conocer solo la cifra de pobreza. ¿Cuántas familias pueden pagar la canasta básica de consumo (es decir, son no pobres), pero no mucho más, de modo que están en riesgo de caer en pobreza a la primera enfermedad familiar o pérdida de empleo? ¿Cuántas viven con lo justo para cubrir necesidades básicas, pero no tienen excedentes ahorrados –ni capacidad de ahorro– para enfrentar la vejez? Esa es una categoría que el Banco Mundial califica como vulnerable –por encima de la pobreza, pero por debajo de la clase media– y que, según estimaciones del Instituto Peruano de Economía (IPE) publicadas en este Diario, alcanza a 39% de la población, lo que la convierte en la primera minoría entre grupos económicos poblacionales.
Los vulnerables, en promedio, enfrentan retos algo diferentes a la población en pobreza. Reciben menos transferencias por programas sociales. Cerca de la mitad ha completado la educación básica, pero su empleo sigue siendo precario. Están más integrados a los mercados formales en su actividad diaria, pero aún en la periferia de estos. En general, cuando se diseña cualquier política pensando en la población en pobreza, ellos quedan excluidos por definición, a pesar de tener todavía carencias relevantes. Vale destacar que la línea de pobreza oficial del INEI, con S/454 por persona mensual, es baja, de modo que muchos considerados vulnerables serán en realidad poco diferenciables de aquellos en pobreza.
La pobreza es la prioridad, pero no quiere decir que se pueda considerar que el trabajo está hecho y completo para la población no pobre. Son cuatro de cada diez peruanos en vulnerabilidad, nada menos, y esta gran extensión quizá explica por qué un evento como el COVID-19 –y las erradas políticas para enfrentarlo– causaron que tantos millones de familias regresaran a la pobreza en el 2020.
El reto, entonces, está en la siguiente etapa de la escalera económica. ¿Cómo se ensancha la clase media para dar a las familias –hoy vulnerables– oportunidades económicas completas, con protección y alguna seguridad para momentos difíciles? Es recién cuando se llega a esta etapa de clase media, en la que está hoy un tercio de la población peruana, que la preocupación por obtener más ingresos o por cortar gastos puede dejar de ser una fuente de ansiedad regular para varios.
La receta para ampliar la clase media no es muy distinta de la que seguimos entre el 2014 y el 2019, cuando esta se duplicó de 19% de la población a casi 40%. La fuente principal de capacidad económica es el trabajo mejor remunerado, y la única manera de conseguir eso es con mayor inversión privada y mayor productividad. No hay mucha más magia. Pero prestarle más atención a esta primera minoría como grupo con sus propias necesidades y características es mucho más sensato que agruparlo bajo la enorme manta de “no pobre” y olvidarse del asunto.