Diego Macera
El Comercio, 30 de noviembre del 2025
“Mientras nada de esto suceda, si uno tuviera que apostar por qué tipo de crímenes ministros, alcaldes y presidentes seguirán llegando a prisión, el patrón histórico parece evidente”, escribe Diego Macera, director del IPE.
Esta semana la Sala Penal Especial de la Corte Suprema encontró culpable al expresidente Pedro Castillo del delito de conspiración para la rebelión. La condena -que aún puede ser apelada- es por 11 años y medio de prisión. En consecuencia, por el futuro previsible, el antiguo líder de Perú Libre compartirá espacio penitenciario con los otros tres mandatarios encerrados en el penal de Barbadillo: Alejandro Toledo, Ollanta Humala, y Martín Vizcarra.
¿Qué diferencias hay entre la condena de Castillo y las de los otros expresidentes? De entrada, se pueden encontrar al menos tres. La primera es que el exlíder sindicalista fue hallado culpable por un delito que no está directamente relacionado al manejo de dinero. El suyo fue un atentado en contra el sistema democrático. Hay otras investigaciones en el Ministerio Público que sí involucran a Castillo con coimas y dinero ilegal, como los infames US$20.000 hallados en el baño de Palacio de Gobierno por presuntos ascensos policiales, pero por ahora no son parte de su condena. La segunda diferencia es que Castillo -a pesar de haber roto palitos con Perú Libre- mantiene un equipo y apoyo externo que le da soporte político, además de la posibilidad de comunicar su versión más allá de sus propios medios. Vizcarra goza también de apoyo político personal, pero no tiene un gran aparato -con fuerte presencia en el Congreso y medios de comunicación “alternativos”, por ejemplo- a su disposición para defenderse.
Finalmente, no debería dejar de llamar la atención que tres de los cuatro expresidentes hoy en prisión -a excepción de Castillo- tienen encima condenas e investigaciones vinculadas con obra pública, o al menos con empresas del sector: Toledo por colusión y lavado de activos vinculados a tramos de la Carretera Interoceánica Sur otorgados a Odebrecht; Humala por aportes de la misma empresa (aunque es un caso bastante más débil), y se le investiga el Gasoducto del Sur; y Vizcarra por las licitaciones de los proyectos Lomas de Ilo y el Hospital de Moquegua mientras era gobernador regional. A escala municipal mayor, el caso de la exacaldesa de Lima, Susana Villarán, no es muy diferente a los anteriores. El mandatario chotano aún tiene posibilidades de unirse al club si se le incluye en las investigaciones que ya avanzan contra su esposa, hija putativa y otros familiares por inversión pública irregular en el distrito de Anguía, en Chota, Cajamarca.
Los problemas de corrupción en el Perú no empiezan ni terminan con la obra pública, pero lo anterior ilustra con claridad que sí se trata de un componente central. Llega a nivel de presidentes, y también de alcaldes y burócratas municipales. Aquí vale la pena señalar que el daño de esta corrupción no está en la coima -ese es apenas un señuelo, un distractor-. El problema de fondo son los miles de millones de soles que se pierden por obras mal hechas -con diseños, materiales, o contratistas indebidos-, y los servicios ciudadanos que nunca se proveen, o se proveen tarde y mal. Ese es el costo real.
Hay al menos cinco direcciones en las que se pueden enfocar soluciones. La primera es la priorización y definición de obras urgentes o prioritarias. Existe ya un Plan Nacional de Infraestructura, pero su avance total y uso son pobres. Lo que se ve hoy, más bien, son anuncios de obras a mansalva, muchas de las cuales no tienen ni pies ni cabeza desde un punto de vista económico ni fiscal, pero que sí pueden generar expectativas en la población. Trenes por aquí, carreteras por allá, y hospitales también. Lo hacen los congresistas, lo hacen los ministros, lo hacen los gobernadores regionales, lo hacen los alcaldes. Con S/44,3 mil millones en obras paralizadas según la Contraloría a junio del 2025, limpiar ese flujo -separando de una vez lo que sirve de lo que no sirve- es urgente. Por el contrario, inventar nuevas obras a capricho -por más que suenen bien- abre espacio a la corrupción. Se necesita un orden.
Lo segundo es, una vez definida la obra, identificar el mejor canal para llevarla a cabo. Simplificando, hoy coexisten cuatro mecanismos: inversión pública tradicional (IP), asociaciones público-privadas (APP), obras por impuestos (OxI), y gobierno a gobierno (G2G). En un mundo ideal, solo deberían existir las primeras dos, pero limitaciones institucionales del sector público explican el complemento de las OxI y G2G. La elección del mecanismo a utilizar debe trabajarse con cuidado y procurando, siempre que sea posible, compartir capital, riesgo y gestión con el sector privado. En varios sectores, como salud, se han demostrado ganancias enormes con APP cuando se diseñan bien los incentivos, y además hay menos espacios para la corrupción. En el caso de las OxI, conviene prestar atención a preocupaciones por potenciales abusos al sistema a partir de cambios que permiten a empresas sin impuestos por descontar que gestionen certificados tributarios.
En tercer lugar, debería haber quedado ya bastante claro que la Contraloría no ha funcionado como se esperaba. Comete regularmente lo que, en metodología de investigación, se llaman errores tipo 1 y 2: a saber, abre procesos y hasta sanciona a inocentes, y al mismo tiempo no logra identificar a un buen grupo de culpables. El resultado es el peor posible. Las mejores personas no quieren entrar a puestos u obras difíciles porque temen persecuciones por decisiones correctas y valientes, lo que le cede más bien el espacio a los malos actores. Y no se puede diseñar una política pública asumiendo que el funcionario público honesto además debe fungir de mártir nacional.
El cuarto punto es la madre del cordero: la elaboración de malos expedientes técnicos. Si aún no tenemos, por ejemplo, ruta y puente decentes que conecten el principal aeropuerto del país con el resto de la ciudad es por esto. Estudios técnicos apurados, subvaluados, sin buen entendimiento del terreno y ni de los materiales, no solo retrasan las obras -al infinito a veces- sino que permiten que algunos se aprovechen mientras dure el desembolso de recursos públicos. Y cuando no funciona, lo solución es rotarla entre IP, APP, OxI y G2G según el sabor de la semana. A ver si ahora sí camina.
Finalmente, la superposición de actores hace el avance tedioso en el mejor de los casos, o imposible en el peor. Alberto Pasco Font, por ejemplo, documenta el caso de la instalación de un aire acondicionado en la sala de registro del Aeropuerto de Piura: entre idas y vueltas con diferentes entidades públicas, el concesionario tardó casi cuatro años en iniciar obras. Cuando se suman direcciones de ministerios, reguladores, municipios, gobiernos regionales, entre otros, se van apilando las ‘chances’ de que varias personas ganen poder discrecional sobre el proyecto, y en consecuencia lo demoren, aceleren o direccionen por intereses ilegítimos. Se les puede dar voz a todos los actores involucrados sin necesariamente permitirles que jalen agua para su molino.
¿Evitará todo esto que Barbadillo aloje a un quinto inquilino en los próximos años? Probablemente no. Pero al menos cerrará algunas de las compuertas que hoy utilizan malos funcionarios coludidos con malas empresas, y podría acelerar significativamente la ejecución de las obras que sí valen la pena. Mientras nada de esto suceda, si uno tuviera que apostar por qué tipo de crímenes ministros, alcaldes y presidentes seguirán llegando a prisión, el patrón histórico parece evidente.






