David Tuesta
Perú21, 30 de octubre del 2025
«Nuestro gasto en investigación y desarrollo representa apenas 0.16% del PBI, mientras que el promedio de América Latina es 0.4%».
Esta semana, el Informe Ronin sobre Innovación, publicado en Perú21, nos pone frente a un espejo incómodo: el Perú está de espaldas a la innovación. En un mundo donde la creatividad y el conocimiento determinan el crecimiento, nuestra economía parece anclada en estructuras que premian la inercia antes que el cambio. La preocupación no es solo académica, sino existencial: sin un giro decidido hacia la innovación, el país quedará atrapado en la trampa del ingreso medio, incapaz de dar el salto al desarrollo.
El reciente Premio Nobel de Economía otorgado a Joel Mokyr, Philippe Aghion y Peter Howitt resulta oportuno. Su trabajo sobre la “destrucción creativa”, concepto popularizado por Schumpeter, explica que el progreso depende de la capacidad de reemplazar lo viejo por lo nuevo: empresas, ideas, tecnologías. Sociedades que promueven la innovación prosperan; aquellas que la frenan, se estancan. La evidencia empírica muestra que la innovación no solo impulsa la productividad, sino que también genera empleos de calidad y mejora la resiliencia económica.
Según el Índice Global de Innovación 2025, el Perú ocupa el puesto 80 de 139 países, un retroceso respecto a 2015, cuando se ubicaba en el puesto 71. Entre once países de América Latina, estamos séptimos, detrás de Chile, Brasil y México. Y entre economías de ingreso medio alto, somos el puesto 22 de 35. Nos encontramos en la mitad de la tabla, pero sin señales de convergencia hacia los líderes regionales. Mientras Chile o México escalan, nosotros apenas nos sostenemos.
El diagnóstico del informe es claro: el Perú carece de un ecosistema que favorezca la innovación. Nuestro gasto en investigación y desarrollo representa apenas 0.16% del PBI, mientras que el promedio de América Latina es 0.4% y el de la OCDE, 3%. Corea del Sur y Estados Unidos superan el 5% y 3.5%, respectivamente. Otro dato que debería alarmarnos es la sofisticación empresarial, donde ocupamos el puesto 120. Esto significa que nuestras empresas invierten poco en conocimiento, adoptan lentamente nuevas tecnologías y establecen escasas alianzas con universidades o centros de investigación. A pesar de que el 30% de nuestros graduados son ingenieros, el talento no se traduce en innovación.
Las exportaciones de alta tecnología representan solo el 5% de las exportaciones manufactureras, frente al promedio latinoamericano de 10% y al 21% de la OCDE. La producción de artículos científicos crece, pero sigue rezagada respecto a Chile o Colombia. Las patentes per cápita, por su parte, muestran una tendencia decreciente: el Perú solo supera a Bolivia y Ecuador en la región.
La economía peruana no genera nuevos motores de productividad. La “destrucción creativa” aquí se frustra por la falta de competencia, los mercados cerrados, las trabas regulatorias y la ausencia de políticas públicas coherentes. En lugar de promover al innovador, nuestras instituciones terminan protegiendo al incumbente. El resultado es una economía que envejece sin renovarse: empresas que permanecen pequeñas por décadas y sectores que no logran sofisticarse.
Si queremos convertirnos en un país desarrollado, debemos asumir la innovación como una política de Estado que promueva el gasto en I+D, fortalezca los vínculos entre academia y empresa, y cree un entorno donde emprender e innovar sea más fácil que resistir el cambio. No se trata solo de tecnología, sino de mentalidad: pasar de la complacencia a la curiosidad, del miedo a la experimentación.






