Daniela Ibañez de la Puente
El Comercio, 16 de julio del 2025
“No hay que temer ser disruptivos: es urgente una verdadera revolución a escala institucional”.
En el Perú, la palabra ‘revolución’ está manchada de sangre. La asociamos con el momento más oscuro de nuestra historia reciente, cuando un grupo que enarbolaba ideas maoístas se apropió del término, sosteniendo que solo a través del fusil el pueblo podía tomar el poder. En tiempos más recientes, el concepto ha sido secuestrado por déspotas –o aspirantes a serlo– que justifican medidas violentistas para controlar las instituciones, rompiendo con todo orden democrático. Es así que a la palabra ‘revolución’ generalmente le tenemos miedo, pavor.
Sin embargo, la revolución, en esencia una transformación radical de configurar el poder no tiene por qué ser una palabra mala. Es más, bien entendida y utilizada por fuerzas políticas con inteligencia y visión, podría catapultarnos fuera de nuestra crónica apatía o nuestra prolongada frustración por la naturaleza cíclica de nuestra miseria gubernamental. Históricamente –me atrevería a decir tiempos anteriores a la revolución rusa de índole leninista y trotskista– la palabra ‘revolución’ ha sido predominantemente asociada a restauración democrática, a la defensa de las libertades y el freno al poder absolutista, como fue el caso de la Revolución Francesa pero, sobre todo, de la Revolución Americana.
Curiosamente, una encuesta del World Values Survey realizada entre el 2017 y el 2022 en 65 países del mundo indica que para los peruanos la palabra ‘revolución’ tiene más peso que en el resto del mundo. Esta encuesta revela que el Perú es el cuarto país del mundo –entre los incluidos en este estudio– con más apoyo a la afirmación: “Toda la manera en que nuestra sociedad esta organizada debe ser cambiada radicalmente a través de la acción revolucionaria”. Según esta encuesta, este sería el sentimiento de 33,7% de peruanos, solo siendo superado por Marruecos, Kirguistán y el Líbano con porcentajes relativamente similares.
Para entender qué es la revolución y no temerle al término, debemos remontarnos a los orígenes de la discusión. Uno de los referentes más importantes fue Thomas Paine, cuyo debate épico contra Edmund Burke –defensor del reformismo– para siempre quedará en los anales de la historia. Paine se tomó el trabajo a través de varios escritos, entre ellos “Common Sense” y “Rights of Man”, de justificar su postura. El contrato social debe servir a los vivientes; romper con la tradición muchas veces está justificado si esta no sirve a los gobernados; la constitución no es el acto de gobierno, pero de las personas que lo constituyen; cuanto más civilizada una sociedad, menos necesita del Estado; el gobierno hereditario es por naturaleza una tiranía. Podríamos seguir, pero, en esencia, el deseo de un cambio radical ha sido tergiversado por grupos autoritarios cuando en realidad nace de una profunda vocación democrática.
Los dejo con una frase brillante de Paine: “El tiempo convierte a más personas que la razón”. Es decir, muchas veces nos resistimos a nuevas ideas o retos al statu quo por tener pensamientos fuertemente arraigados. No hay que temer ser disruptivos: es urgente una verdadera revolución a escala institucional, reduciendo el tamaño del Estado y en especial los modelos de provisión de educación y salud con un enfoque en la eficiencia del mercado. Un cambio radical puede ser muy positivo para nuestra sociedad.