Entrevista a Cecilia Bákula
Expreso, 2 de diciembre del 2025
Cristina Luna
Advierte que hoy el país vuelve a mostrar cifras externas sólidas, pero sin resolver problemas estructurales como el centralismo, la desigualdad territorial y la falta de servicios públicos básicos.
El Desarrollo es un proceso sostenido, no una respuesta inmediata. Y, nuevamente, nada justifica la violencia como herramienta política. El terrorismo destruye en horas lo que el desarrollo demora generaciones en construir.
El terrorismo dejó en el Perú un impacto económico estimado en US$ 26,000 millones, según la Comisión de la Verdad y Reconciliación. No solo destruyó infraestructura: frenó inversiones, paralizó sectores completos, provocó migraciones forzadas y golpeó la confianza del país durante décadas. Episodios como la toma de la Embajada de Japón en 1996, que mantuvo al país en vilo y proyectó al mundo una imagen de enorme vulnerabilidad, marcaron a toda una generación.
Por eso cobra especial relevancia profundizar en lo que ocurrió y en cómo se vivió desde adentro. Sobre ese periodo y sobre la historia de los rehenes, conversamos con Cecilia Bákula, doctora en Historia, quien presenta su más colaboración en la Feria del Libro Ricardo Palma.
Usted llega a la Feria del Libro como autora invitada. ¿Qué significa esta presentación?
Es una gran responsabilidad y una enorme satisfacción. El Fondo Editorial del Congreso me invitó, junto al excanciller Francisco Tudela, para presentar Liberados, un libro que recoge testimonios del rescate en la residencia del embajador de Japón. El libro reúne aportes de ex comandos, ex rehenes y actores institucionales, y busca mantener viva la memoria de lo ocurrido.
¿Por qué es importante mantener viva esta historia?
Porque cuando se margina el éxito de una operación como Chavín de Huántar, la memoria se convierte en herida. El Perú creyó que el terrorismo estaba superado; esa falsa sensación de victoria nos adormeció. La toma de la embajada fue un golpe al plexo: nos recordó que el terrorismo no es un episodio aislado, sino una amenaza persistente. No es un “conflicto armado”; es terrorismo puro. Y la respuesta no solo es militar o de inteligencia. Es también mantener viva la conciencia de que todos fuimos afectados. Recordar es un deber democrático.
A mediados de los 90, el Perú vivía un repunte económico. ¿Cómo afectó la toma de la embajada esa percepción de progreso?
La toma de la Embajada de Japón rompió esa sensación. Al principio se pensó que era un ataque puntual, pero pronto se vio que buscaba golpear la esencia del Estado: diplomáticos, gobernabilidad, instituciones. Ese episodio reveló que la estabilidad era más frágil de lo que se creía.
Hoy el país vuelve a exhibirse como una economía sólida. ¿Es una ilusión similar?
Es un matiz distinto. Visualmente, el país proyecta estabilidad, incluso tras varios presidentes en pocos años. Pero esa bonanza no resuelve el problema estructural: el centralismo, la falta de acceso a salud y educación de calidad, la desigualdad territorial, y el lento impacto del crecimiento en la vida cotidiana. Se requiere una mirada de 30 o 40 años, no de cinco. El desarrollo es un proceso sostenido, no una respuesta inmediata. Y, nuevamente, nada justifica la violencia como herramienta política. El terrorismo destruye en horas lo que el desarrollo demora generaciones en construir.
En los 80, el Perú se aisló internacionalmente, los 90 fueron la integración. Tras la pandemia, cuando estuvimos encerrados, volvimos a “reinsertarnos”. ¿Estamos repitiendo patrones?
El mundo ha cambiado. Hoy, en América Latina, vemos una tendencia hacia derechas más equilibradas, preocupadas por estabilidad económica. El caso de Venezuela —que sufrimos de cerca con nuestros hermanos migrantes— es una advertencia. Sin embargo, no creo que estemos repitiendo la historia. Más bien estamos en un proceso de reconstrucción, buscando recuperar espacios perdidos tras años de crisis política y después de la pandemia.
¿Cuál es el costo de olvidar la historia?
La historia no garantiza que no repitamos errores, pero sí nos revela quiénes somos. Nos da identidad, pertenencia y propósito. Lo que falta en el Perú es una historia crítica, enseñada no como un curso accesorio, sino como un marco de comprensión nacional. Para proyectar futuro, debemos reconocer que nuestra grandeza —desde Caral, Chimú, Inca— es muy cercana. Tenemos solo 200 años de vida republicana: son pocas generaciones. Y ese corto tiempo nos hace creer que el desarrollo puede ser inmediato, sin esfuerzo colectivo.
¿Qué instituciones representan hoy meritocracia y estabilidad?
El caso más emblemático es el del Banco Central y la gestión de Julio Velarde. Él no solo mantuvo estabilidad monetaria: construyó una cultura de meritocracia interna. Está formando a su propio relevo, y eso garantiza continuidad técnica. La Cancillería es otro ejemplo: más de 200 años de excelencia, servicio y disciplina profesional. Ese modelo —claridad, firmeza y respeto institucional— es el que deberíamos replicar.






