Aníbal Quiroga León
Perú21, 18 de octubre del 2025
«(Dina Boluarte) no calibró bien sus fuerzas y se sobrevaloró en mucho. Al final, las cosas se miden por su resultado: el fracaso».
Parece una contradicción, pero es una verdad absoluta y de lógica incontrastable. En el Estado de derecho, el poder que atribuye la Constitución es siempre precario. Está sujeto al fiel cumplimiento de sus mandatos. Por eso se dice que “la Constitución transforma el desnudo poder político en poder jurídico”. Esa vinculación a las normas constitucionales crea un equilibrio dinámico en las cuotas del poder por medio de los “controles interórganos” que están en la base del derecho constitucional, en cuyos albores ya se había dicho que “solo el poder controla el poder; el poder absoluto corrompe absolutamente…”.
El mal político, o el inexperto en la cosa pública que recibe el poder, piensa, por defecto, que este es omnímodo, que puede pasar por encima de la ciudadanía, de la prensa, de la economía, de la cultura o del simple sentido común. Si no tiene talla de estadista, si no se rodea de valiosos asesores que le guíen por la senda apropiada —renunciando al meloso halago sin límites—, terminará creyéndose lo que no es, alejándose de la realidad, rodeado de adulones de quinta que solo alimentarán su ego y vanidad a cambio de mantener su salario. Es lo que enseñan los gobiernos estables en el mundo. El jefe de Estado debe contar siempre con una asesoría del primer nivel. De no hacerlo, su caída será pronta y estrepitosa.
En un gobierno democrático, donde prevalece la mayoría con sus votos, la Constitución se establece con una “fuerza vinculante bilateral”. Obliga a los ciudadanos en sus deberes y les protege en sus derechos. Y —antes que nada— obliga a las autoridades a dar las prestaciones debidas para su comunidad. Esa es la clave.
La abrupta caída de la expresidenta Boluarte tuvo mucho de eso. En un primer momento, ella misma coactó su legitimidad. Luego designó un premier fantasma y mudo. Dejó que el entonces ministro de Defensa asumiera en los hechos la conducción del gobierno, hasta que lo hizo premier. Luego se enemistó gravemente con él. Lo echó. Feas acusaciones mutuas. Se desprendió de un buen consejero como Gutiérrez a quien envió a Madrid. Ahora es su acérrimo crítico. Desperdició a un buen canciller como González-Olaechea. Despreció malamente a un excelente embajador ante la ONU de Nueva York, como García Toma, quien también pasó a la fila de los críticos. ¿Quién la asesoraba? Entre el exministro de Educación, conocido por su absurda obsecuencia; el hiperbólico e hiperactivo exministro del Interior/Justicia, a quien —contra toda sindéresis política— insistió en arrastrar pese a una previa censura congresal; o su hermanísimo.
No calibró bien sus fuerzas y se sobrevaloró en mucho. Al final, las cosas se miden por su resultado: el fracaso. Es que no recuerdan lo que un esclavo le cantaba al oído al César en su desfile por el Foro Romano: “Inmortal, recuerda que eres mortal”. Hoy se podría parafrasear en: “Poderoso, siempre recuerda la fragilidad de tu poder”.