Alberto Rincón Effio
El Comercio, 3 de setiembre del 2025
“Adelantada a su época, ya nos lo estuvo diciendo. Nos advirtió que solo nosotros podemos terminar de socavarnos”.
A finales de los años cuarenta, una mujer afroperuana cruzó un puente de palo sobre el río Rímac y, Chabuca Granda, viéndola alejarse, se inspiró para su más famosa composición, “La flor de la canela”, y trastocó la música criolla popular, complejizó el vals y el cancionero limeño para siempre. En 1960, sus recuerdos de niñez, viviendo bajo otro puente en Barranco, la inspiraría en un vals memorable: “El puente de los suspiros”, para demostrarnos cómo la nostalgia es útil si va de la mano de una memoria inspirada y evocadora. En 1964, en “Pobre voz” nos dijo finalmente sobre sí misma: “Ese afán de cantarle a los cauces del Río Hablador / solo afán de quedarme en los puentes a verle pasar”.
Algo que salta a la luz es esa inclinación casi de arquitecta frustrada. Chabuca observando puentes. Chabuca cruzando puentes. Chabuca convertida en uno de ellos. En estos tiempos de puentes luminosos, costosos e inútiles que muy bien nos representan, ¿tendría algo que componer Chabuca Granda a nuestra desidia nacional, a este país del siglo XXI que no conoció, a este Perú que parece más envilecido cada vez?
Hace 105 años, María Isabel Granda y Larco nació a 4.800 metros de altura, en las Cotabambas aurarias en Apurímac. Tan alto que decía que jugaba con las estrellas, tan agreste y bravo que perdió un hermano por el frío, tan lejano en aquel país en donde nunca fue bautizada como tal, como serrana, sino, como limeña. Pero pronto fue entendiendo su país. Amó la capital y luchó contra la histeria de ser peruana, mujer y divorciada. Así compuso “Bello durmiente”, donde soñaba casi como una niña y le escribía al Perú eso de “estirar mis brazos y abrazarte”.
La revolución militar la atrajo y con “Paso de vencedores” reconoció esa compleja “patria en barbecho”. Se enamoró de la historia de un joven guerrillero asesinado en la selva y le propuso “suplicarte tan fuerte que volvieras” de la muerte. Nos regaló esa imagen luminosa con “Ese arar en el mar” donde propuso “ese eterno soñar, la adolescencia”. A Zeñó Manué le recordaba esa Lima que una vez fue “sandunguera, alfombra, jacarandá, que tenía su quimera”. Allí está El gallo Camarón “que quiere vivir venciendo o, si ha de morir, matando”. También José Antonio y “ese tu sueño logrado de tu caballo de paso, aquel del paso peruano”. Y escribió que “entre senderos dormidos florece María Sueños bebiendo de las vertientes para llegar a la vida”.
Escuchar las canciones de Chabuca Granda en su onomástico, o leer sus letras, más que un homenaje póstumo es un acto de resistencia, un ejercicio para sobreponerse a la realidad nacional. Escucharla sin motivo alguno es mejor mientras recorremos la misma ciudad que ella quiso y ese país al que todavía canta, perenniza y parece deambular asomándose a veces con tristeza. Cerremos la idea: una compositora como Chabuca Granda es como un puente. Nos une. Nos lleva y nos trae. Se apoya en dos puntos lejanos, los hace próximos, los conecta y acorta las distancias. También nos puede crear la ilusión de estar caminando en el aire y nos ofrece una vista magnífica mientras nos causa vértigo o soledad. ¿Qué canción merecerían hoy esos puentes que se desploman, nos provocan insomnio con su luz y preferimos no cruzar?
A mediados de los setenta, Chabuca respondió a un periodista: “Lima es una ciudad en constante destrucción. Tenemos terremotos, pero estos son aislados. En cambio, los alcaldes son de todos los días”. Adelantada a su época ya nos lo estuvo diciendo. Nos advirtió que solo nosotros podemos terminar de socavarnos. Tal vez de eso se trataría su próxima canción. Los terremotos están en nuestras manos.