Pablo Bustamante Pardo
Expresidente de IPAE
Director de Lampadia
De un tiempo a esta parte la gran mayoría de alcaldes, en Lima y las regiones, se han convertido en los peores enemigos de los ciudadanos.
Nuestra fallida descentralización les ha conferido capacidades absolutas para sus normas y acciones de control. Son omnímodos, pues según la norma electoral correspondiente, el alcalde tiene mayoría en su consejo. Sus fallos no están sujetos a una doble instancia y no reportan a nadie.
Así es como la gran mayoría de ellos ha devenido en caciques abusivos, ya no solo con los ciudadanos comunes y las pequeñas empresas, también con las empresas más grandes a las que las paralizan antojadizamente y frenan sus proyectos de inversión hasta que se produzcan acuerdos sospechosos. Hasta se toman largos plazos para un trámite elemental, la presentación de letreros de nuevas empresas o productos en las fachadas.
Con ese poder absoluto, no llama la atención que estos espacios de gestión pública sean nidos de corrupción. Otro tema, que como el del sistema judicial, requiere una cirugía mayor.
Veamos la situación clamorosa que enfrenta uno de los distritos más emblemáticos de Lima, el de Miraflores.
La Municipalidad de Miraflores, bajo la gestión del alcalde Carlos Canales, parece haber instaurado un modelo de doble estándar que premia la ineficiencia pública mientras castiga con rigor cuestionable a los operadores privados.
Las recientes clausuras de locales comerciales, incluyendo tiendas de larga trayectoria y el propio centro comercial Larcomar —ícono del turismo y el comercio limeño—, han encendido las alarmas entre empresarios, vecinos y ciudadanos que observan con preocupación una gestión marcada por el desequilibrio.
Los cierres, muchas veces sin una fiscalización previa proporcional o diálogo técnico, han sido tildados de abusivos, arbitrarios y sospechosos por los afectados.
Mientras los comercios enfrentan sanciones inmediatas por presuntas faltas administrativas menores, el aparato municipal hace la vista gorda frente a irregularidades y errores graves en obras ejecutadas por su propia gestión.
Un ejemplo flagrante es la reciente intervención en la avenida Comandante Espinar.
Repavimentada apenas un año antes, fue nuevamente intervenida por la municipalidad sin justificación técnica sólida.
El resultado: una barrera que corta el distrito, una obra mal diseñada y peor ejecutada, con materiales abandonados en plena vía, como ladrillos sueltos en la pista, generando riesgos para transeúntes y vehículos.
¿La respuesta de la autoridad?
Ninguna disculpa.
Ninguna sanción.
La situación se agrava con el caso del llamado “Puente de Miraflores”, una obra que acumula cuestionamientos por irregularidades en contrataciones, uso de proveedores inexistentes o en quiebra, y retrasos injustificados.
Cualquier privado que incurriera en estas prácticas enfrentaría procesos inmediatos, clausuras o demandas. Pero en el caso de la municipalidad, el silencio es la única constante.
Este doble rasero se evidencia también en lo que debiera ser una prioridad para una gestión que se dice orientada al turismo: el espacio público.
La denuncia publicada por el medio T News revela la presencia de cables expuestos en zonas turísticas de alto tránsito en Miraflores, un riesgo inaceptable en cualquier ciudad moderna. Nuevamente, no hay responsables, ni respuestas claras, ni acciones correctivas visibles de la Municipalidad.
¿Hasta cuándo se tolerará una gestión que exige al sector privado estándares que ella misma incumple sistemáticamente?
La transparencia, la rendición de cuentas y el trato equitativo no son opcionales, sino principios básicos de cualquier administración democrática.
Miraflores merece, más que clausuras espectaculares y obras mal hechas, una gestión que rinda cuentas con el mismo rigor que hoy se le exige al comerciante, pequeño y grande.
Lampadia