Gabriel Daly
El Comercio, 10 de noviembre del 2025
“México puede honrar su mejor tradición sin desbordar la ley: proteger a perseguidos, no blindar a procesados”.
México vuelve a mirar al Perú sin la prudencia diplomática que exige la región y con el afán ideológico de erigirse en árbitro moral. Los gobiernos de Andrés Manuel López Obrador –y ahora el de Claudia Sheinbaum– han empleado el asilo diplomático de modo que ha derivado en fricciones bilaterales: primero, con la familia de Pedro Castillo; hoy, con Betssy Chávez, ex primera ministra investigada por insurrección y conspiración a raíz del intento de golpe de Estado del 7 de diciembre del 2022.
El asilo diplomático protege de persecuciones políticas; no está diseñado para blindar a procesados por delitos comunes. La Convención de Caracas (1954) autoriza al Estado asilante a calificar la naturaleza del hecho y a otorgar asilo solo en casos urgentes y por el tiempo estrictamente indispensable, pero esa calificación no obliga al Estado territorial (doctrina de la Corte Internacional de Justicia en “Asylum”, 1950).
En el caso de Betssy Chávez, la fiscalía no investiga ideas, sino una presunta participación en la ruptura del orden constitucional. En sede constitucional, el Tribunal Constitucional anuló la prolongación extemporánea de su prisión preventiva, ordenó su excarcelación y dejó a salvo la posibilidad de imponer medidas menos gravosas de aseguramiento, sin afectar el proceso penal.
No es la primera vez que México confunde afinidad ideológica con principios diplomáticos. En diciembre del 2022, concedió asilo a la esposa e hijos de Pedro Castillo cuando el propio exmandatario ya estaba detenido por rebelión. En el 2023, el presidente López Obrador se negó a transferir al Perú la presidencia pro témpore de la Alianza del Pacífico –paralizando temporalmente al bloque hasta que Chile intermedió y, el 1 de agosto del 2023, la entregó a Lima–. En el 2024, restableció la exigencia de visa para peruanos. A esa cadena de desencuentros se suma ahora un episodio que combina pretensión ideológica y desconocimiento jurídico.
El antecedente regional más cercano lo dio Brasil: en abril del 2025, concedió asilo diplomático a Nadine Heredia, ya condenada en primera instancia a 15 años por lavado de activos. Usar el asilo como escudo de procesados o condenados por delitos comunes desnaturaliza una institución creada para proteger a perseguidos por motivos políticos, no para amparar responsabilidades penales.
El costo de esta deriva no se mide en retórica. En el 2024, las exportaciones peruanas a México sumaron US$865 millones; y a Brasil, US$1.640 millones. Cada choque diplomático erosiona la confianza, enfría proyectos e incrementa los costos de la cooperación entre países que, en vez de tender puentes, levantan fronteras ideológicas. No son cifras menores: detrás de cada fricción hay empresas, empleos y oportunidades que se diluyen por decisiones políticas de corto aliento.
Más paradójico aún, México enfrenta retos internos y externos que exigirían concentración –la política arancelaria de Estados Unidos, la relación con China, el fentanilo y la violencia criminal–. En ese contexto, invertir capital diplomático en proteger a procesados por alzamiento y conspiración resulta, cuando menos, incomprensible.
La tradición mexicana de asilo merece respeto. Su historia está marcada por gestos nobles: de los republicanos de la guerra civil española (1936-1939) a los perseguidos del cono sur durante las dictaduras de Augusto Pinochet y Jorge Rafael Videla. Precisamente por ello, debe ejercerse con prudencia y conforme a la Convención de Caracas: el asilo es excepcional y temporal y no debe usarse para blindar a aliados políticos. La responsabilidad no atañe solo a los gobiernos: también empresarios y líderes de opinión en México tienen un deber cívico, porque lo que hoy se tolera como causa justa puede convertirse mañana en un búmeran.
El asilo de Betssy Chávez –como el concedido por Brasil a Nadine Heredia– no es un gesto humanitario, sino un pretexto que desnaturaliza la institución. Si esa práctica se normaliza, la impunidad se disfrazará de solidaridad. México puede honrar su mejor tradición sin desbordar la ley: proteger a perseguidos, no blindar a procesados. La democracia se defiende respetando la soberanía ajena y cumpliendo la ley propia.






