Pablo Bustamante Pardo
Expresidente de IPAE
Director de Lampadia
La formalidad entre las extorsiones criminales y la abusiva Sunat
En el Perú, la tan necesaria formalidad, está atrapada entre dos frentes que la destruyen.

Por un lado, la violencia criminal que extorsiona, amenaza y asesina a muchos pequeños agentes económicos, desde transportistas, bodegueros y barberos.
Por otro lado, el aparato tributario, con la Sunat y el Tribunal Fiscal, que olvidan muchas veces el más elemental respeto por los derechos del contribuyente.
Al final, el ciudadano y el empresario, pierden su patrimonio, su libertad, su fuente de ingresos, su capacidad de prosperar, y su confianza en el país y en su Estado, el llamado a protegerlo del crimen y el abuso normativo.
La crisis no es solo de seguridad,
sino de institucionalidad.
Hoy, el empresario formal —el que cumple, invierte y genera oportunidades de trabajo— vive bajo una doble presión:
En las calles, la delincuencia organizada se apropia de sus recursos económicos y cobra vidas de gente humilde.
En las instituciones públicas, como la Sunat, se aplican procedimientos que muchas veces desconocen el debido proceso y vulneran los derechos fundamentales de los contribuyentes, provocando la quiebra de empresas legítimas.
Ambos fenómenos, aunque distintos, conducen al mismo desenlace: la destrucción del sector productivo formal nacional.
La extorsión se ha normalizado. Bandas criminales, peruanas y extranjeras, imponen el miedo, exigen pagos ilegales a comerciantes, constructores, transportistas y empresarios, bajo amenaza de muerte. Muchos han preferido cerrar sus negocios, otros se esconden en la informalidad. En ese entorno, la inversión se frena y deja de fluir. La extorsión no solo roba dinero: roba empleo, confianza y esperanza.
Pero la violencia no siempre lleva un arma.
Por su lado, la Sunat adopta algunas prácticas que también asfixian a las empresas formales, violando el principio de legalidad y el debido proceso.
Hay casos en que esta entidad utiliza la Clave SOL para notificar el inicio de fiscalizaciones sin la obligatoria notificación al domicilio fiscal del contribuyente, lo que a veces puede impedir a este conocer oportunamente los procesos de fiscalización y ejercer su derecho a la debida defensa.
El resultado deja indefenso al empresario, y sujeto a interpretaciones muchas veces caprichosas de la Sunat, que pueden llegar hasta su quiebra o a su expulsión hacia la informalidad. No son pocas las empresas que, pese a años de buen cumplimiento tributario, son llevadas a la quiebra por procedimientos viciados y arbitrarios.
Se ha llegado a casos de empresas que cumplen con sus declaraciones mensuales a la Sunat, pero que sin recibir en su domicilio fiscal, la notificación de inicio de una fiscalización, el empresario, ignorante de los requerimientos de información, de pronto es encausado en procesos de acotación en los que la autoridad tributaria imputa rentas pasibles de cargas tributarias, sobre la base, ÚNICAMENTE, de los ingresos del contribuyente, sin reconocer costos ni gastos, inflando ridículamente rentas consecuentes.
Semejante proceso, que lleva a un extremo absurdo la ‘seudo’ carga tributaria, quiebra eventualmente al contribuyente.
El Tribunal Constitucional (TC) ha establecido de manera reiterada, en variada jurisprudencia, que la Sunat debe notificar correctamente en el domicilio fiscal del contribuyente o garantizar de forma fehaciente, que el contribuyente ha sido informado de cualquier proceso de fiscalización.
Sin embargo, muchas veces esta obligación se ha convertido en letra muerta. Persiste la desobediencia de este mandato, volviéndose en una práctica que rompe el Estado de Derecho.
Mientras el delincuente callejero actúa en la sombra, el abuso administrativo se ejecuta bajo el sello del Estado, con consecuencias igual de devastadoras. Ambos escenarios comparten un mismo patrón: la indefensión de la víctima y la impunidad del agresor.
La suma de ambos males —delincuencia e institucionalidad abusiva— está vaciando al país de inversión, confianza y talento. Los empresarios ya no piensan en crecer, sino en sobrevivir; los jóvenes no sueñan con emprender, sino con emigrar.
Cada empresa que quiebra o cierra por miedo a la extorsión o a una fiscalización injusta es una pérdida de empleo, de recaudación real y de esperanza colectiva. La criminalidad y la abusiva discrecionalidad tributaria, aunque distintas, tienen un mismo efecto, paralizar la economía formal y profundizar la pobreza.
El Perú no puede seguir siendo un país donde el delito y la burocracia se reparten el botín de la formalidad.
La ciudadanía exige un cambio inmediato.
Que el Estado combata con firmeza el crimen organizado y restituya el derecho básico a vivir sin miedo.
Que la Sunat respete la Constitución y los fallos del Tribunal Constitucional, garantizando el debido proceso y deteniendo toda práctica confiscatoria y que se restablezca la seguridad jurídica como base de la inversión, el empleo y la prosperidad.
Se necesita proteger a quienes generan riqueza, no perseguirlos. Un Estado que no nos protege de la criminalidad y que abusa de su poder recaudador se convierte en cómplice de la destrucción de su propio futuro. La doble extorsión —la del crimen y la del abuso tributario— es el cáncer silencioso que está destruyendo la economía formal peruana.
Debemos restaurar la seguridad, la legalidad y la confianza.
¡Ya es hora de establecer un nuevo órgano estatal para la administración tributaria!!!
Lampadia
			
			
									





