León Trahtemberg
Correo, 31 de octubre del 2025
Durante décadas, ser un buen alumno significaba sacar buenas notas, obedecer y cumplir las reglas. Ese modelo prometía acceso a la universidad, empleo estable y una vida ordenada. Pero ese contrato social se rompió: hoy el mérito ya no garantiza el futuro y los jóvenes lo saben. Perciben que el tablero está manipulado y que las recompensas ya no dependen del esfuerzo. El colegio sigue actuando como si el mundo no hubiera cambiado. Evalúa con las mismas métricas de hace cincuenta años y espera que los estudiantes sigan creyendo que los premios vendrán después del sacrificio. Pero los adultos ya no pueden prometer ni estabilidad, ni justicia, ni coherencia. Los jóvenes han dejado de creer. Mientras los adultos los tildan de apáticos o carentes de valores, ellos viven una lucidez amarga: saben que aprobar exámenes no los protegerá de la precariedad laboral, la desigualdad ni la soledad amplificada por las redes. Entienden que el éxito no depende del promedio, sino de los contactos.
Tal vez hoy ser un buen alumno signifique otra cosa: pensar por cuenta propia, distinguir entre ruido y verdad, mantener la curiosidad en medio del desencanto. No se trata de obedecer, sino de encontrar sentido en medio de la incertidumbre. Y quizá uno de los indicadores de éxito sea la capacidad de mantener la esperanza sin necesidad de anestesiarse con antidepresivos o psicoactivos que redibujan la realidad.
La tarea de los adultos es ofrecer experiencias que devuelvan a los jóvenes la sensación de que su acción importa: escuelas donde el esfuerzo genere impacto y la esperanza se practique, no se predique.






