Natale Amprimo
El Comercio, 22 de octubre del 2025
“¿Iremos hacia cambios profundos que nos generen estabilidad o seguiremos subvencionando a los de siempre?”.
La semana pasada, con motivo de la pregunta sobre si nuestro presidencialismo nos ha venido generando estabilidad –con lo que invitaba a reflexionar respecto a si debería seguir siendo la forma de gobierno para nuestra democracia y el desarrollo del país–, abordamos la diferencia entre dicho sistema y el parlamentario.
Como indicamos, Juan Linz (1996) sostiene que el presidencialismo no tiene capacidad para sustentar regímenes democráticos debido a que hace el proceso político muy rígido, a diferencia del parlamentarismo, en el que hay más flexibilidad y, en consecuencia, los cambios son menos traumáticos.
Sobre esto último, conviene mencionar los estudios de Stepan y Sacks y de Cheibub y Limongi, citados por Tsebelis (2006). En 1993, Stepan y Sacks publicaron sus conclusiones luego de haber examinado 75 países. Descubrieron que la democracia sobrevivía el 61% del tiempo en sistemas parlamentarios y solo el 20% en sistemas presidencialistas.
Resultados similares arrojaron los estudios que realizaron Cheibub y Limongi, luego de analizar “99 períodos de democracia” entre 1950 y 1990. Sus conclusiones, hechas públicas en el 2001, arrojan el siguiente resultado: la vida esperada de la democracia bajo el presidencialismo es de aproximadamente 21 años, mientras que bajo el parlamentarismo es de 73 años, sin que la introducción de una serie de factores económicos altere los resultados. Es más, llegan a indicar: “Así, está claro que las democracias presidenciales son menos duraderas que las parlamentarias. Esta diferencia no se debe a la riqueza de las naciones en las cuales se observan estas instituciones, ni a su desempeño económico. Tampoco se debe a ninguna de las condiciones políticas en las cuales funcionaban. Las democracias presidenciales son sencillamente más frágiles en todas las condiciones económicas y políticas consideradas antes”.
A su turno, Shugart y Carey, cuyos trabajos publicados en 1992 también son citados por Tsebelis, sostienen que los poderes presidenciales fuertes (tanto legislativo como no legislativo) son más proclives al colapso. De acuerdo con sus datos, los regímenes donde el presidente tenía poderes legislativos débiles colapsaron el 23,5% del tiempo (cuatro de cada 17), mientras que la posibilidad de un colapso era de casi el doble (el 40% de las veces o seis de cada 15) en regímenes con presidentes legislativamente fuertes.
Otra conclusión a la que se llega en estos estudios es que los presidencialismos tienden a la proliferación de partidos (o seudopartidos, en nuestra experiencia). Por el contrario, el parlamentarismo logra de manera natural un bipartidismo o tripartidismo, que le permite al elector tener opciones de cambio claramente identificables, además de generar carreras partido-gobierno duraderas.
Resulta importante destacar una de las conclusiones a las que llegan los ya citados Stepan y Sacks, sobre las que nuestro país podría dar constancia de fe: 1) los sistemas presidenciales no pueden manejar el multipartidismo; 2) no hay democracias exitosas con más de tres partidos que sean presidenciales.
Si realizamos un repaso sobre nuestra propia experiencia republicana, los resultados son casi un calco de lo que arrojan los estudios que mencionamos en el presente artículo: inestabilidad cada casi veinte años y descontento en nuestra democracia, lo que muchas veces se traduce en la elección de presidentes que son un verdadero salto al vacío.
¿Iremos hacia cambios profundos que nos generen estabilidad o seguiremos subvencionando a los de siempre, cuyas recetas pareciera que lo que quieren es eternizar sus consultorías?