Alejandro Deustua
Contexto.org
9 de setiembre de 2025
Para Lampadia
China acaba de celebrar, con gran despliegue de armamentos, el 80º aniversario de la victoria en la Segunda Guerra Mundial en coincidencia con la cumbre de los países integrantes de la Organización de Cooperación de Shanghai (OCS).
La implicancia es evidente: el festejo de una demostración extrema de poder (un triunfo bélico de la fuerza aliada y de la China nacionalista) puede ser ambientada en un escenario de cooperación entre países afectados, primero, por el desmoronamiento de una superpotencia (la Unión Soviética) y, luego, por la emergencia de otra (la China Popular).
En efecto, una década después del establecimiento de la Comunidad de Estados Independientes (CEI) (que en 1991 pretendía mantener la cohesión en una fracción de los estados resultantes cuando se disolvió la URSS), China, Rusia y varios integrantes de esa entidad constituyeron la OCS (junio de 2001). El vínculo sino-ruso post-soviético empezaba a institucionalizarse.
El propósito de la CEI de evitar los peligros derivados de la fragmentación de un estado federal (la URSS), se expresó, con bajo perfil, en cooperación política, militar, económica y de lucha contra amenazas no tradicionales en el espacio ex -soviético.
En cambio la OCS, inicialmente también con escasa visibilidad pero apuntalada por China Rusia, tuvo objetivos de cooperación euroasiática multisectorial además de la promoción un nuevo orden internacional.
Desde principios de siglo (no a partir de los últimos años) estos países asiáticos establecieron un impreciso objetivo sistémico que superaba a Eurasia y a los ex -territorios soviéticos. Sin embargo, bajo condiciones de hegemonía norteamericana, a nadie preocupó tal propósito.
Menos cuando los fundadores de la OCS fueron apenas “los cinco de Shanghai” (China, Rusia, Kazajstán, Kirguistán y Tayikistán).
Hoy, sin embargo, los miembros plenos son diez incluyendo a la India, Irán, Pakistán además de Bielorrusia y Uzbekistán.
Adicionalmente cuenta con algunos agregados divididos entre Observadores (Afganistán y Mongolia) y diez “socios dialogantes” (Turquía -que es miembros de la OTAN-, los países árabes del Golfo, Egipto, Camboya y Sri Lanka).
Asimismo, a la participación agregada del Medio Oriente, el Sudeste Asiático y el Índico en la OSC se ha sumado una amplia red de organismos regionales e internacionales mayores (desde el ASEAN y la Cruz Roja hasta organismos del sistema de Naciones Unidas -UNESCO, FAO, OMC, etc.-).
En términos institucionales la OCS quisiera extender su vinculación al ámbito global incluyendo al mal denominado “Sur Global” aunque las divergencias de intereses nacionales sea aún manifiestas (p.e. entre China e India).
Si la dimensión cooperativa de la OSC ha cubierto esas divergencias con una pátina convergente, aquélla ha colisionado con el manejo que ha realizado China de la cumbre de esa entidad. Al hacerla coincidir con una celebración de un evento de poder sustentada en una exhibición militar en la compañía disruptora del agresivo dictador de Corea del Norte, China ha consolidado un núcleo beligerante tripartito de dictaduras y autocracias. En efecto, al Sr. Putin se sumó en Pekín el supremo Kim Jong-un quien, más allá de la capacidad nuclear de su país, busca el reconocimiento de potencia mayor a través de la participación de sus solados en la guerra de Ucrania
A ello se agregó el lenguaje desafiante del presidente ruso que prefirió resaltar que un nuevo orden internacional debiera basarse en un “nuevo sistema de estabilidad y seguridad (indivisible) en Eurasia” superior a la euroatlántica. Ello es bien diferente a la comprensible estructuración orgánica de aquel espacio.
Si bien los excesos unilaterales del presidente Trump no son sólo cuestionables sino que debieran ser mejor resistidos, ello no puede confundirse con el aval de la pretensión sino-rusa de subordinar a Occidente en un nuevo orden cuyo núcleo pretende ser euroasiático.
Mucho menos cuando el propio presidente XI confunde la pretensión de una multipolaridad favorable con el instrumento ordenador de la misma (el multilateralismo con mayor participación china) y a éste con una pretensión justiciera que contrasta con la tendencias confrontacionales reinantes.
Tal confusión disimula el interés chino de centralizar alrededor de ese estado el sistema internacional mediante un balance de poder favorable que calce con su publicitada tradición de predominio. El escenario no sería vecinal sino regional y global marcado por la materialización de zonas de influencia.
Por lo demás, cuando el presidente Xi hace el elogio idealista de las Naciones Unidas y de una orden basado en sus normas y reglas que deben reformarse, olvida cómo China ha entendido esas reglas beneficiándose ampliamente de su quebrantamiento (tan manifiesto en la vulneración de principios de la OMC, en la violación de espacios marítimos o la violación de Derechos Humanos) con el propósito de satisfacer requerimientos nacionales e incrementar su status e influencia globales.
A ese tipo de cambio de sistema de perfil euroasiático no aspira la mayoría de Occidente ni debiera hacerlo la América Latina que desea a una mejor inserción sin perder su anclaje.
Lampadia