León Trahtemberg
Correo, 1 de agosto del 2025
A los adultos nos gusta pensar que los buenos alumnos son los obedientes: los que siguen instrucciones, cumplen con lo que se espera, levantan la mano para pedir permiso y entregan la tarea sin protestar. En esa lógica, la inteligencia se mide por el grado de cumplimiento. Pero ¿qué pasa si la desobediencia, lejos de ser un defecto, es una señal de pensamiento crítico, autonomía y creatividad?
Hay niños muy inteligentes que no obedecen, no por rebeldía, sino porque cuestionan, hacen preguntas incómodas y no aceptan explicaciones simplistas. No se conforman con un “así es” o “porque yo lo digo”. Piensan, dudan, y eso incomoda. No se tragan sin masticar todo lo que dice el profesor. Mientras un alumno obediente es más fácil de manejar, uno que cuestiona es más desafiante. Pero también es más capaz de entender profundamente.
Claro, hay que distinguir tipos de desobediencia. Esta columna no justifica la violencia, el irrespeto o la destrucción de propiedad escolar. Hablamos de una desobediencia que nace del deseo de comprender, de encontrar sentido.
La paradoja es que la escuela dice fomentar el pensamiento crítico, pero lo sanciona cuando se manifiesta con demasiada fuerza. Premia el silencio y la docilidad, y luego se pregunta por qué los estudiantes se aburren o desconectan. Muchos niños etiquetados como “problemáticos” simplemente están pensando por sí mismos.
La tarea urgente no es lograr que todos obedezcan, sino crear espacios donde se valore la desobediencia razonada como una señal de inteligencia. Porque obedecer sin pensar puede ser cómodo… pero nunca será una muestra de lucidez.