David Tuesta
Perú21, 10 de julio del 2025
«Se llega al cargo no para servir al país, sino para acomodar agendas, blindar intereses, complacer jefes y sobrevivir políticamente a cualquier costo».
Quiero comenzar este artículo reivindicando el valor esencial del servicio público. Me refiero tanto a los funcionarios de carrera que dedican su vida al Estado, como a aquellos que asumen cargos de confianza con vocación de aportar desde su experiencia. Aquellos que se plantan institucionalmente ante lo que está mal o los que prefieren renunciar antes de ceder a lo inapropiado. Como exservidor público me sumo a la indignación que deben estar experimentando hoy muchos servidores públicos honestos y competentes que cada día se ponen la camiseta del Perú y trabajan con compromiso en condiciones muchas veces precarias, enfrentando burocracia, escasez de recursos y presiones políticas, con los sueldos que les toca.
Porque en los últimos tiempos la línea entre servicio público y servilismo ha sido brutalmente desdibujada. Lo que debiera ser una función orientada al interés general, se ha degradado en demasiados casos en un ejercicio servil a voluntades egoístas, personales o grupales. Se llega al cargo no para servir al país, sino para acomodar agendas, blindar intereses, complacer jefes y sobrevivir políticamente a cualquier costo.
Desde una perspectiva conceptual, el servicio público implica asumir una responsabilidad institucional con el propósito de generar bienestar colectivo, bajo principios de legalidad, meritocracia, rendición de cuentas y ética. Está vinculado con la noción de república, de que el poder es prestado por el pueblo y debe ejercerse con integridad. Por el contrario, el servilismo público es la perversión de esa función: el abandono del juicio técnico, la renuncia a la autonomía profesional, el oportunismo como regla. El servil busca agradar, no servir. Busca escalar, no transformar. Su norte es el aplauso del superior, no la mejora del país.
Este problema no es nuevo, pero ha alcanzado en esta etapa de gobierno una expresión particularmente ofensiva. Ministros que asumen sin preparación básica, que declaran barbaridades sin pudor, que firman leyes cuestionables para congraciarse con el Congreso o “justificar su utilidad” a sus jefes en el Ejecutivo. Directores generales que callan frente al desmantelamiento de programas exitosos, técnicos que hoy aprueban lo que ayer denunciaban, silencios que otorgan, nombramientos que degradan.
Si quienes tienen la formación y la experiencia necesaria no son capaces de resistir las presiones indebidas, de poner límites éticos, de decir “no” cuando hay que decirlo, el Estado colapsa desde adentro. Y con él, la confianza ciudadana.
Es hora de recordar que los cargos no son una prebenda, sino una responsabilidad. Que el Estado no es una agencia de colocación ni una extensión del ego de nadie. Que los buenos funcionarios —los que sí sirven, los que se indignan al ver cómo se pisotean las normas y se premia la obsecuencia— y todos los peruanos, nos merecemos algo mejor.