León Trahtemberg
Correo, 20 de junio del 2025
Durante décadas, la escuela ha operado como un restaurante de menú fijo. Los profesores cocinan los contenidos, los sirven en porciones iguales, y los alumnos los consumen en silencio, agradeciendo o disimulando la indigestión. Se les evalúa por su capacidad para repetir con exactitud la receta. Pero comer no es crear. Y aprender no es tragar.
¿Y si en vez de comensales los tratáramos como cocineros? ¿Y si el aula fuera una cocina experimental, donde cada alumno pudiera combinar ingredientes a su modo, probar sabores nuevos, arriesgarse con recetas propias, fallar y volver a intentar?
En la educación de vanguardia, el estudiante no es el destinatario de lo sabido, sino el autor de lo que está por descubrir. La información no se sirve en bandeja. Se busca, se mezcla, se cuestiona, se convierte en expresión. Aprender se parece más a escribir una canción que a copiar una partitura. Más a construir un refugio que a memorizar su plano.
El reto para los educadores es dejar de ser mozos de contenido y convertirse en mentores de proceso. Abrir espacios para la creatividad, la iniciativa, el error fértil. Permitir que el aprendizaje tenga olor, textura, fuego. Porque el conocimiento que se cocina desde dentro deja huella. No es efímero, no se digiere y se olvida: se convierte en parte del que aprende.
La pregunta ya no es “¿qué le vamos a enseñar hoy?”, sino “¿qué va a producir hoy este estudiante con lo que descubra?”. Solo así, la educación dejará de ser una experiencia de consumo… y se convertirá en una experiencia de transformación.