Alonso Núñez del Prado, Director ejecutivo del observatorio de cumplimiento de planes de Gobierno
Gestión, 06 de febrero de 2017
Hace algunos meses asistí casualmente a una conversación de dos residentes en San Isidro en la que uno de ellos manifestaba su discrepancia con la obra de la calle Libertadores, haciendo notar que un grupo de técnicos jóvenes del municipio había anunciado su deseo de cambiar las costumbres de los habitantes para que caminaran y usaran las bicicletas en vez de sus automóviles. En pocas palabras querían que los vecinos actuaran de manera diferente a como lo venían haciendo; y, muy acertadamente, el segundo interlocutor solo atinó a decir que tal política requería de la decisión y apoyo de la mayoría.
En los últimos tiempos hemos visto cómo algunos alcaldes han empezado a hacer gobiernos de los que muchos vecinos disienten. Personalmente, podría estar de acuerdo con algunas de las políticas y decisiones que han tomado, pero creo que lo que corresponde preguntarse es si anunciaron que actuarían así. En una democracia los gobernantes están autorizados a actuar a partir de los planes de gobierno que presentaron y conforme a los que fueron elegidos. No tienen en cambio derecho a hacer cosas que nunca anunciaron, más si pretenden cambiar el modus vivendi de los electores. Con esto no quiero decir que los planes de gobierno deban ser camisas de fuerza, porque habrá situaciones de fuerza mayor –que no son el caso– u otras que ameriten modifi caciones a los planes originales, pero requieren de la aprobación de los ciudadanos quienes en ciertos temas tienen que ser consultados y, obviamente, no solo a la junta vecinal de la calle, sino a los afectados que pueden incluir a muchos más.
Lamentablemente, en nuestro Perú las autoridades se han acostumbrado a que, una vez elegidas, pueden hacer lo que les parezca, pero semejante cosa es a todas luces absurda y no resiste ningún análisis serio. Los elegidos son mandatarios de los que los eligieron en el sentido de que tienen un ‘mandato’ constituido por lo que ofrecieron para que votaran por ellos. Nuestra democracia está empezando a madurar y se hace necesario que recuperemos el derecho olvidado a exigir que las autoridades cumplan con sus promesas, recordándoles a estas últimas el otro lado de la moneda que es su deber de cumplir con sus ofrecimientos.
Cuando un grupo de personas elige a algunos de ellos para que hagan labores que afectan a todos y les pagan por eso, tienen, qué duda cabe, que cumplir con lo que ofrecieron. Sin pretender que hagamos lo mismo, conviene recordar que los castigos por el incumplimiento llegaron a límites extremos en las democracias de Grecia y Roma donde, probablemente, había mayor conciencia de este derecho. B. M. W. Knox, en su libro sobre la democracia ateniense, nos relata nueve ejecuciones de políticos que no cumplieron fi elmente los mandatos del pueblo. Aristófanes llegó a poner en boca de un viejo oligarca algo así como “si no los matamos ahora, acabarán meándose encima”. En la obra de Tito Livio, en la primera década, se nos narra el brutal “linchamiento” de dos cónsules que no cumplieron el mandato imperativo de los comitia tributa, en un caso, y de los concilia plebis, en otro. Matar a un cónsul en Roma era más que una blasfemia, era todo un golpe de Estado, y en ambos casos el gobierno resolvió la cuestión ejecutando a algún personaje secundario, como un extranjero y un esclavo, y purificar la ciudad, claro, mediante un novenario de sacrifi cios. Pero no incurrió en un castigo ejemplar contra la plebe homicida, en cuanto que se daba cuenta que los cónsules habían transgredido la principal regla de juego. Y es extraño, muy extraño, que este episodio, narrado por Livio, no haya sido resaltado con mayor frecuencia.
En el mismo sentido Martín-Miguel Rubio Esteban nos cuenta que: “En las Democracias Antiguas era impensable suponer que los políticos electos no ejecutaran exactamente las decisiones tomadas en las Asambleas del Pueblo” y sostiene “que los electores de hoy, súbditos absolutos, siempre situarían a la legalidad por encima de la justicia, y Roma, la Roma republicana, mantuvo siempre la justicia por encima de la legalidad. Y es que los ciudadanos romanos eran hombres libres y, por tanto, amos de su Estado”.