Del Facebook de Ana Maria Malachowski Rebagliati
9 de agosto, 2021
Barranco, para Juan de Arona, es «la ciudad de los molinos» -la ciudad de los poetas para Eduardo Calvo-, la que se puso de moda en épocas en que Abraham Valdelomar, bajo la sombra de un azul jacarandá, escribe un soneto mientras «en el cielo, las nubes se dispersan tranquilas (..)»; cuando por las calles sombreadas por sus viejos árboles se ve la arrogante figura del poeta Luis Berninsone, nacido en la calle de Argandoña, en la misma casa donde vio la luz el poeta autor de Alma América; fue en Barranco cuando en el año 1915 en una casa cercana al puente silencioso, nació María Rostworowski Tovar.
«Mi padre fue un hombre inquieto que gustaba viajar y vivir en diversos países. Tuve una infancia de constantes cambios; primero el Perú luego Polonia, Francia (..)».
Tenía apenas cinco años cuando su padre, Jan Jacek Rostworowski, polaco de nacimiento, decide viajar con su familia a Europa. Después de pasar breves días en París, la capital de la feminidad y del refinado lujo; se despiden del aroma de sus estrechas callecitas para tomar el tren de la mañana que los llevará a Polonia; así, pronto se desvanecen la ciudad de las luces, de los jardines y las casas encantadas. Poco tiempo permaneció en tierras polacas; el frío temerario obligó a que Rita, su madre, natural de Puno, decidiera, junto a la familia, regresar a París dejando atrás los bosques de robles cubiertos por una inmensa alfombra blanca.
Fueron años pasados en haciendas «que me han dejado el maravilloso recuerdo de una niñez campesina», sólo estropeada por el estudio solitario con institutrices de las que huía para pasar el tiempo entre los libros arrumados en los altos de un vetusto establo de madera, mientras afuera, lejos de la campiña rodeada de cultivos, de manzanos y cerezos, naranjos y lilas aromáticas, se escucha el rumor de las aguas de un río perezoso. Pasaron tres años cuando un día, María, pierde a Clara, su hermana menor, su compañera y mejor amiga. María, sin Clara y sin amigas, recorre cada tarde los campos dorados hasta encontrar la sombra de algún añoso árbol y es bajo sus ramas, donde lee los libros que su padre le permite pedir a una librería parisina.
«En todo ese vaivén de mudanzas y viajes no contaban para mi padre, los certificados de los colegios a los que asistí más tarde. Seguramente le hubiera sorprendido que una hija mujer necesitase de semejantes papeles…».
A pesar que por esos años a las niñas se les educaba con la idea de que su porvenir era solamente el matrimonio, un día María le pide a su padre que la lleve a estudiar a Inglaterra; sorprendido por este pedido, fue luego admitida en una escuela. Pero en aquel colegio, el más bonito que encontró en un folleto que había solicitado, siguió teniendo como compañera la soledad pues sus padres habían retornado a la capital de las luces. Sola y sin sus compañeras porque a ellas, a las «gringas» -como las llamaba-, les gustaba siempre jugar algún deporte; les gustaba corretear tras la pelota, pero para María, los deportes, pues, ¡no se habían hecho!
Quince años tenía cuando, junto a su familia, retorna a Polonia, el país que por esas épocas vivía rodeado de vecinos hostiles; sin embargo, a pesar de la hostilidad del ambiente, la muchacha no deja de asistir a los bailes; fue en uno de ellos donde conoció a un joven buenmozo y aristocrático. Se llamaba Zygmunt Broel-Plater, de quien recuerda que «bailaba y cantaba precioso» y con el que contrae matrimonio; pero, así como hostiles eran los países vecinos, hostil también era el clima polaco. Es a mediados de los treinta cuando la pareja, junto a los padres de la recién casada, arriba a las costas del Callao. Tras una breve estadía en la ciudad que -escribió Federico García Sanchíz- «no olvida a Santa Rosa y se acuerda de la Perricholi», ambos deciden viajar al Cusco, ciudad que la deja fascinada por su misterio, donde cada piedra evoca la historia de un fabuloso Imperio.
Al poco tiempo nace Kristyna; sin embargo, se divorcia algo que, pese a estar permitido, fue el segundo o tercer matrimonio que tomó esa decisión.
«Nada más delicioso que Ancón fuera de temporada con el mar, las gaviotas y aquella soledad melancólica y nostálgica de los nublados costeños».
Fue en aquel atractivo balneario donde, bajo la claridad de la noche de luna blanca, se escucha el suave rumor del mar, cuando María, a inicios de la década del cuarenta, conoce al empresario Alejandro Diez Canseco. Al poco tiempo contraen matrimonio en medio de fuertes murmuraciones en aquella Lima que quiere mantenerse silenciosa, pero, en verdad, ¡es muy rumorosa! Fue Alejandro quien animó a su esposa a estudiar el pasado andino pues, María, tenía curiosidad de conocer la historia de su país. Quería encontrar su identidad. Quería ser peruana y no sentirse una extranjera como en Europa. Estudiar el pasado andino para alguien que era autodidacta y además mujer era bastante difícil. Era como recorrer un camino teniendo en todo momento el viento en su contra. Había leído a The Incas of Perú, escrito por el explorador inglés Sir Clements Markham, pero su lectura, no le había dejado satisfecha. Fue por esas fechas que, en compañía de su esposo, inicia un viaja por su país; fue un largo periplo que luego la lleva a coger la pluma para escribir sobre el legendario Inca Pachacutec.
«Aquel invierno fuimos con mi marido y mi hija a pasar unas semanas a Ancón (..). Nos alojamos en la Pensión Paulita, un viejo rancho adosado al cerro de arena. A pesar del estado ruinoso de la construcción tenía el encanto de las casas que han visto muchas cosas…».
Allá por el año 1946 Raúl Porras pasaba el invierno en su casa del antiguo balneario rodeado de sus discípulos, entre ellos, había uno al que le decían «el pirata» y es que ¡vivía obsesionado con la idea de corsarios y galeones en las apacibles aguas de la bahía! Porras, al ver a María sumergida en la lectura de un libro de José de la Riva Agüero, se sorprendió; «así fue que le hablé de mis inquietudes». Las largas charlas de sobremesa, aquellas donde antaño se develaban secretos o se contaban «los chascos sufridos por las fulanitas y las menganitas»; fueron más valiosas que cualquier curso universitario. En la sobremesa se hablaba de Francisco Pizarro y los trece de la isla del Gallo; se hablaba de los cronistas a quienes María, aunque era larga la lista para anotarla en un solo cuaderno, debía consultar. Con la ayuda del maestro aprendió la importancia de hacer fichas y de manejarse entre miles de ellas. La amistad iniciada casualmente continuó más tarde. «Por indicación del maestro asistí a cursos libres en San Marcos»; estando en la vieja casona de aires coloniales no dejaba de asistir a la Biblioteca -la misma que antaño estuvo al cuidado de Pedro Zulen- y cuando su trabajo sobre el Inca Pachacutec se atascaba, no tardaba en llamar a Porras y venía a cenar a casa. De aquellas cenas María recuerda que Porras, siempre amable y con las manos en la espalda, caminaba a lo largo del cuarto, hablando, «explicando con una brillante erudición mientras yo, sin levantar los ojos de mis notas escribía a toda velocidad».
«Pasaron los años y llegué a terminar mi libro sobre el Inca. Cuando concluido, tuve la peregrina idea de presentarme al Premio Nacional de Fomento a la Cultura, Inca Garcilaso de la Vega del año 52…».
Ocurrió con María como sucedería años más tarde con otros premios nacionales. A pesar de contar con el informe unánime de la comisión encargada, el premio le fue adjudicado, «por motivos políticos», al doctor Luis Antonio Eguiguren.
Ante tamaña injusticia Porras salió en su defensa. Sin embargo, María Rostworowski, al llegar al final de su investigación, se siente vacía, una sensación que con el tiempo se fue repitiendo al «concluir cualquier trabajo que me obsesiona». Pasado un tiempo, Porras, le sugirió investigar la figura del virrey Toledo de quien había escrito: «Afea la hermosa historia del virreinato de Toledo en el Perú su conducta con el Inca Túpac Amaru»; sin embargo, ella no quería abandonar aquel mundo andino por el que sentía fascinación; pese a ello, un día fue al Archivo Nacional para familiarizarse con este, a veces curioso a veces pintoresco, mundo de los virreyes. «Aún recuerdo mi desesperación ante mi incapacidad de leer un documento del siglo XVI. La lenta tarea de aprender a descifrarlos fue un reto para su vehemencia, como diría Francisca Pizarro, «ese es mi parecer».
Fuentes:
Sucedió en el Perú/María Rostworowski • Homenaje a Raúl Porras Barrenechea / Universidad Nacional Mayor de San Marcos • Barranco/su paisaje/su gente, Eduardo Calvo • El Comercio / El siglo de María Rostworowski de Jorge Paredes Laos • Peruanos del siglo XX, María Rostworowski, la historiadora que conquistó el futuro, Fundación BBVA