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¿Estamos ante un cambio de paradigma?

¿Estamos ante un cambio de paradigma?

 

Jaime de Althaus
Para Lampadia

La izquierda se frota las manos mientras ve como su bandera de nueva Constitución empieza a ser enarbolada por otros. George Forsyth ha publicado un artículo planteando una “Constitución anticorrupción”, aunque no queda claro si se trata de un cambio total o de la introducción de un capítulo anticorrupción en la Constitución actual. Guzmán anunció que si llega al gobierno convocará a un referéndum para preguntarle al pueblo si quiere nueva Constitución. El propio presidente Sagasti ha ido variando su posición, desde una prudente que señalaba que este no era el momento, hasta su propuesta de “iniciar un proceso nacional de diálogo” que pueda sentar las bases de un posible “cambio constitucional”.

Es el populismo constitucional, irresponsable como todo populismo. Frívolo y hasta insensible, además, porque un proceso constitucional paralizaría la economía en plena necesidad absoluta y vital de recuperación, con el peligro adicional de que no se recupere ya más si es que se cambia el capítulo económico de la manera como quiere la izquierda.

La Constitución necesita reformas en el capítulo político, no en el capítulo económico, que nos ha permitido crecer y reducir la pobreza como nunca antes en la historia.

Pero anda creciendo la idea de que se trata de la partida de nacimiento de una nueva generación, que necesita incorporarse a la polis nacional con su propio proyecto, con su propia Constitución. Es el mito fundacional. La Carta Magna como un talismán que producirá un mundo nuevo, limpio, viable. Pero esa es una ilusión que ya se ha repetido 12 veces. Lo serio, lo maduro, es avanzar recogiendo lo bueno de la Constitución vigente y cambiando lo malo. Echar todo por la borda para comenzar de cero es tonto. Nos haría retroceder.

¿Nuevo paradigma?

Ese argumento viene de la mano con idea de que el paradigma de la Constitución del 93 se ha agotado y es necesario dar paso a uno nuevo, que es el que estaría implícito precisamente en las movilizaciones de la llamada “generación del bicentenario”. En lugar de ir actualizando la Constitución a las nuevas ideas y realidades con enmiendas específicas, como se hace desde hace 200 años en Estados Unidos -y como ha venido ocurriendo con nuestra Constitución que ya ha tendido 22 cambios en 27 años, convirtiéndola en un organismo vivo-, en lugar de eso, repetimos, se plantea un cambio total porque cada Constitución expresaría un nuevo paradigma.

Así, la Constitución de 1979, que fue un mecanismo de salida de la dictadura militar, recogió el paradigma del Estado intervencionista y empresarial de las reformas velasquistas, al punto que se prohibía que el capital privado ingresara bajo la forma de sociedades anónimas al campo, por ejemplo. Ese modelo, que ya había hecho crisis de los 70, colapsó en la hiperinflación de fines de los 80.

La Constitución del 93, entonces, que también se dio para salir del autogolpe de Fujimori, sirvió sin embargo para cambiar de paradigma y pasar a uno basado en la economía de mercado, que es el que permitió un acelerado crecimiento hasta que fue crecientemente trabado por sobre regulaciones que restauraron una suerte de intervencionismo de baja intensidad. Es claro que ese paradigma no se ha agotado. Ha sido relativamente trabado, que es distinto. La solución es destrabarlo, restablecer niveles de libertad económica. Regresar a la Constitución, no cambiarla.

¿En cuestión el paradigma de la democracia representativa?

Cambiar lo que ha funcionado bien es absurdo. Lo que no ha funcionado bien es el sistema político. De hecho, lo que las movilizaciones han puesto de manifiesto es que no funciona el sistema de representación. La gente se ha levantado contra un Congreso que había elegido apenas 10 meses atrás. Tampoco funcionan las reglas de relación entre poderes ni los partidos políticos. Es, en medida variable, un fenómeno global. Lo que estaría fallando es el paradigma de la democracia representativa misma, donde los intermediarios -los representantes, los partidos, los políticos, los propios medios- han perdido terreno y funcionalidad frente a individuos empoderados por las redes y las tecnologías digitales. 

Las movilizaciones habrían expresado una rebelión y una protesta con la forma de hacer política, contra los políticos. Pero en el fondo habría una rebelión contra las élites en general, contra la idea misma de representación, de la deliberación. Es la búsqueda de la satisfacción inmediata, del logro instantáneo. Es lo que de alguna manera está presente en las ideas de Neil Postman (“Amusing Ourselves to Death: Public Discourse in the Age of Show Business“), Giovanni Sartori (“Homo Videns”), Giles Lipovetsky,  y Alessandro Baricco (“The Game”). Sería el retorno imposible a la democracia directa.

Y es lo que está detrás de la ofensiva victoriosa de los populismos sobre la democracia liberal en el mundo, que ofrecen precisamente soluciones inmediatas y simples sin mayores controles. Así como el “homo videns” de Sartori nos devuelve al hombre oral anterior a la palabra escrita -empobreciendo el aparato cognoscitivo del homo sapiens-, de la misma manera las tecnologías digitales nos devolverían a la democracia directa de los griegos, con su irresistible atracción hacia la demagogia -al populismo diríamos ahora-, como explicaba Aristóteles.

Pero es obvio que no vamos a pasar a una nueva Constitución que sustituya la democracia representativa por la democracia directa ni que elimine el equilibrio de poderes. No vamos a cambiar de paradigma democrático. Un plebiscito digital permanente para aprobar leyes sería desastroso. Si la democracia liberal y representativa y la propia noción de partido político aparecen como obsoletas frente a los avances de la tecnología, debe verse la forma de poner esos avances al servicio de una representación mucho más personalizada y fiscalizada, eligiendo a los representantes en distritos electorales uni o binominales y usando los instrumentos de la democracia directa al servicio de la democracia representativa. Y debe redefinirse el concepto de partido político. ¿O habrá formas de elegir ya no a través de partidos sino a especialistas presentados por universidades u otras organizaciones?  

Valores post materialistas   

Por último, ¿los nuevos valores post materialistas de las generaciones jóvenes representan un nuevo paradigma que justifique un cambio total del Constitución? Los temas de género, el aborto, el matrimonio igualitario, el ambientalismo, la integridad, tienen mayor adhesión en las generaciones jóvenes, pero algunos de esos temas están recogidos en la Constitución y los que no lo están se irán incorporando en la medida en que las nuevas generaciones tomen las riendas del Congreso, si alcanzan los votos suficientes. O exigen un Estado meritocrático. Pues de lo que se trata es que las nuevas generaciones se incorporen a la política real. Ahora es más fácil formar partidos. El problema, claro, es lo que mencionábamos antes: ese camino es mas lento, más deliberativo, más arduo, contrario a la cultura del hombre de las redes y los juegos. Lampadia