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Una mejor ciudad es posible

Una mejor ciudad es posible

Guido Valdivia
Director Ejecutivo de CAPECO
Para Lampadia

Una reciente investigación de GRADE ha determinado que el 93% de la expansión producida en nuestras 43 principales ciudades en los últimos veinte años, corresponde a tráfico de tierras o a lotizaciones informales. La gran mayoría de estas ocupaciones no es promovida por personas necesitadas de vivienda, sino por poderosas mafias que cuentan con la complicidad de autoridades locales, policiales, fiscales y judiciales. La detención de un número creciente de alcaldes distritales en zonas periféricas de nuestras grandes ciudades es apenas una muestra del nivel de influencia y sofisticación que estas organizaciones criminales han alcanzado.

Este mercado negro se explica principalmente por (a) la indiferencia de las autoridades responsables del desarrollo urbano en el país, tanto en el nivel central como en el local; (b) las restricciones legales y administrativas para incorporar suelo de manera formal al ámbito urbano; y (c) la vigencia un modelo perverso de inversión para la dotación de servicios de agua y desagüe.

En principio, los planes urbanos casi todas nuestras ciudades están completamente desactualizados – Lima aprobó su último plan en 1990 y debió ser reemplazado en el 2010 – y ni siquiera se implementan modificaciones parciales de sus instrumentos de gestión para regular sus áreas de expansión.

 En segundo término, los grandes propietarios de suelo en las periferias son las comunidades campesinas -que están impedidas por ley de transferirlos para usos urbanos- y el Estado que tiene una actitud muy pasiva para defender sus predios y en algunos casos -como el de las fuerzas armadas- muestra una resistencia absurda a poner en el mercado terrenos subutilizados. Claro, estas restricciones solo rigen para el mercado formal, porque los traficantes y lotizadores informales pueden invadir, regularizar y vender con total impunidad. Las 68 mil hectáreas que, según GRADE, se incorporaron irregularmente a las áreas urbanas desde el 2001, ha significado un ingreso no menor de 20 mil millones de soles a estas organizaciones delictivas.

Por último, las empresas prestadoras de servicios solamente “siguen a la invasión” y sus inversiones las hacen con dinero del Ministerio de Vivienda, sin obligación de reembolsarlo, lo que les permite mantener tarifas irrisorias. En cambio, solo un pequeño porcentaje de la inversión (en Lima llega al 20% y en el resto es mucho menos) se destina a la renovación de redes, lo que dificulta la necesaria densificación y provoca grandes aniegos como el que afectó a San Juan de Lurigancho el 2019.

Las invasiones son caras y matan. A la ocupación irregular de suelo, se suma la construcción informal que afecta a no menos de 3 millones de hogares urbanos. La baja calidad de estas edificaciones las vuelve vulnerables. Si un sismo de intensidad semejante al que se produjo en Pisco el 2007 ocurriese en Lima, se vendrían abajo no menos de 550 mil viviendas y morirían 60 mil personas y colapsaría buena parte de las redes de agua y desagüe que abastecen a los 9,000 barrios marginales donde vive casi la mitad de la población limeña. Otorgar estos servicios a familias asentadas informalmente cuesta entre 2 y 9 veces más que si estas vivieran en un proyecto habitacional formal. Todo ello sin considerar la pérdida de productividad que genera una ciudad desarticulada e ineficiente.

Es posible terminar con este modelo pernicioso. El gobierno central debe invertir en la actualización de planes y catastros urbanos; crear una empresa pública de suelo (un Mivivienda de la oferta) que incorpore suelo con servicios al mercado para que promotores privados desarrollen proyectos habitacionales; modificar la legislación sobre terrenos de comunidades campesinas y del Estado; y destinar al menos un 10% del dinero que se “invierte” en agua y saneamiento, a dotar de estos servicios a programas sociales de vivienda.

Finalmente, se necesita triplicar los subsidios y créditos hipotecarios para producir las 120 mil viviendas anuales que se requieren para alcanzar un 80% de construcción formal, proporción que se da en Chile, por ejemplo. Reducir las inversiones en saneamiento sincerando tarifas y otorgando subsidios directos a quienes no pueden pagarlas, así como permitir que los gobiernos sub-nacionales implementen sus propios programas de subsidios utilizando una parte de los recursos que reciben por canon y regalías, alcanzaría para financiar estas metas. Lampadia