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Otra mirada al mito de la desigualdad

Tras el ascenso en la tendencia populista en el mundo, es oportuno examinar nuevamente los vínculos entre el populismo y el malestar socioeconómico. El motivo del aumento de la tendencia populista se ha atribuido en gran parte al supuesto aumento de la desigualdad que se habría producido en los países más ricos, especialmente en EEUU.

Efectivamente muchos economistas del mainstream (EEUU), han sustentado un proceso de concentración de riqueza que se habría dado con el estancamiento de los ingresos de la clase media y baja. Como vamos a volver a ver, también hay estudios muy serios que sustentan algo muy diferente. Sin embargo la imagen de la desigualdad es hoy día, en la mente de los estadounidenses, una realidad que ha desencadenado procesos sociales y políticos muy importantes. 

Como hemos publicado anteriormente en Lampadia, The Economist reportó en marzo pasado un análisis que trae conclusiones muy novedosas, titulado: Los estadounidenses son más ricos de lo que eran en la década de 1970 – Pero, ¿por cuánto?, que dice:

La economía de EEUU ha crecido enormemente durante las últimas cuatro décadas, pero no todos sus trabajadores han cosechado los frutos. Tal vez la estadística más citada para demostrar cuán desiguales han sido las ganancias es el ingreso familiar promedio. Las estadísticas oficiales de la Oficina del Censo muestran que este número se mantuvo estable durante 40 años. Sin embargo, un análisis reciente de la Oficina de Presupuesto del Congreso (CBO) descubrió que en realidad aumentó en un 51% entre 1979 y 2014. ¿Por qué es que las cifras de la CBO son mucho más alentadoras?

Ver en Lampadia: El mensaje del Perú en la Cumbre de las Américas: Retomemos el libre comercio, donde planteamos: Terminemos de romper el mito de la desigualdad que ‘justifica’ el populismo anti libre comercio y anti globalización de los países más ricos.

Como muestra el cuadro de The Economist, el supuesto estancamiento de la clase media de EEUU, no era tal, era producto de mediciones defectuosas, pues en vez del estancamiento de ingresos desde 1979 a la actualidad, lo que se ha dado es un incremento del orden de 51%.

Recomendamos revisar la publicación citada líneas arriba, que muestra en detallle cada uno de los ajustes que explican la conclusión que muestra el cuadro.

Es lamentable que la aparente desigualdad de EEUU, se haya generalizado y llevado a un supuesto fenómeno global de desigualdad en el mundo. Esto ha permitido que se vayan construyendo mitos que son aprovechados por los políticos populistas, que están desestabilizando el mundo de nuestros días. Inclusive, los mensajes pastorales del Papa Francisco, asumen que la globalización, el libre mercado y la economía de mercado, han sido perjudiciales a los más pobres, cuando la realidad, como lo demuestran Hans Rosling y Stephen Pinker, entre otros pocos investigadores serios, es todo lo contrario.

La verdad, como hemos explicado anteriormente es que, durante las últimas décadas, en los países emergentes, se ha producido un aumento sustancial del bienestar y la desigualdad se ha reducido dramáticamente. Ver en Lampadia: 7 ensayos sobre la prosperidad (Nuestra visión de futuro debe partir desde la realidad), Las dos caras de la desigualdad en el mundo y Contundente reducción de la desigualdad.

El populismo se vuelve atractivo para las personas cuando existe la percepción de que las instituciones políticas tradicionales no han logrado cumplir la promesa de mejorar su calidad de vida. Esta percepción se amplifica cuando la mayoría ve que una pequeña clase de élite se está haciendo más rica mientras sus ingresos se estancan o aumentan a tasas muy bajas.

Contrariamente a la prédica de los nuevos líderes del populismo, la desigualdad se ha producido en buena medida por la pérdida de empleos manufactureros, que no se debe a la globalización ni al comercio internacional. Según los últimos análisis, la pérdida de empleos se debe hasta en un 80% a la automatización (robots e inteligencia artificial).

Además, si uno quisiera (tal vez) culpar a alguien, sería más lógico culpar a China (que están haciéndolo). Donald Trump ya inició la imposición de acciones comerciales y regulatorias que, lamentablemente, ha iniciado una ‘guerra comercial’. La disculpa es justamente China, el éxito de China y sus impactos, reales y aparentes, en la economía de EEUU.

Esperamos que pronto disminuya el aprovechamiento político y mediático de un tema tan sensible como la desigualdad y, por supuesto, la peligrosa ola populista, que ya ha afectado la política de países muy importantes para la salud de la economía global.

“¿Han notado que siempre llaman ‘élite’ a los otros? ¡La Élite! ¿Por qué son élite? Yo tengo un mucho mejor departamento que ellos.
Soy más listo que ellos. Soy más rico que ellos. Yo soy presidente, y ellos no”. 

Cómo podemos ver, Trump, uno de los tres autócratas que gobiernan los países más grandes (Putin, Xi Jinping y Trump), sigue aprovechando el descontento de los estadounidenses y presentándose como una combinación de facista y populista. Veamos una publicación de Project Syndicate, que es muy representativa del ambiente político actual. Lampadia

Furia en los Estados Unidos

Andrew Sheng, Xiao Geng
Project Syndicate
25 de junio, 2018
Traducido y glosado por Lampadia

Muchos culpan a la extrema derecha de la rebelión populista de hoy en el mundo occidental, la cual ha ganado votos al afirmar que está respondiendo a las quejas de la clase trabajadora, mientras aviva el miedo y promueve la polarización. Pero, al culpar a los líderes que han aprovechado la ira popular, muchos pasan por alto el poder de esa ira en sí, ahora dirigida a las élites cuya riqueza se ha disparado en los últimos 30 años, mientras que la de las clases media y trabajadora ha permanecido estancada.

Dos análisis recientes llegan al corazón de los problemas en juego, particularmente en Estados Unidos, pero también en el resto del mundo. En su nuevo libro, Tailspin, el periodista Steven Brill argumenta que las instituciones de Estados Unidos ya no son aptas para su propósito, ya que protegen solo a unos pocos y dejan al resto vulnerable al comportamiento predatorio en nombre del libre mercado. Según Brill, este es un resultado de la meritocracia de EEUU: los mejores y más brillantes tuvieron la oportunidad de escalar a la cima, pero luego se llevaron la escalera al capturar las instituciones democráticas y las utilizaron para atrincherarse privilegios especiales para ellos.

El autor Matthew Stewart está de acuerdo, argumentando que “la clase meritocrática ha dominado el viejo truco de consolidar la riqueza y pasar el privilegio a expensas de los hijos de otras personas”. Stewart muestra que, a mediados de la década de 1980, la participación de la riqueza estadounidense mantenida por el 90% más pobre de la población alcanzó un máximo del 35%; tres décadas más tarde, poseían solo el 20%, y casi todo lo que perdieron iba al primer 0.1% de la población. El 9.9% entre estos dos grupos – lo que Stewart llama la “nueva aristocracia estadounidense” – comprende lo que solía llamarse la clase media. En 1963, el 90% habría tenido que aumentar su riqueza seis veces para alcanzar el nivel del 9.9%; para el 2010, necesitarían 25 veces su riqueza para alcanzar ese nivel.

Gran parte de la población de EEUU está trabajando más que nunca, pero ha sufrido un descenso en los niveles de vida, agravada por los altos niveles de deuda de los hogares y, en muchos casos, la falta de seguro de salud. El 10% superior tiene fácil acceso a la educación superior que les permitirá a sus hijos tener los mismos privilegios que ellos; el 90% más bajo debe trabajar mucho más duro para cubrir los altos costos y, por lo general, se gradúa con una fuerte carga de deuda. El 10% superior recibe atención médica de primer nivel; el 90% más bajo a menudo no tiene acceso a ello, o debe pagar un precio excepcionalmente alto.

Se supone que los impuestos nivelan el campo de juego. Pero, desde hace tiempo en EEUU, los republicanos presionan para que bajen los impuestos a los ricos, argumentando que la reducción de las tasas impositivas marginales promoverá la inversión, el empleo y el crecimiento económico, lo que hará que la riqueza “gotee” hacia el resto de la sociedad. De hecho, los recortes de impuestos para los ricos simplemente afianzan aún más sus ventajas, lo que agrava la desigualdad.

Para empeorar las cosas, los pobres pagan más impuestos indirectos (en tierra, bienes raíces y bienes de consumo), y el 20% más pobre de la población estadounidense paga más del doble de lo que paga el 1% superior en impuestos estatales. A esto se suman los desafíos planteados por la automatización y la robotización, por no mencionar los desastres naturales cada vez más frecuentes e intensos, y no es difícil ver por qué tanta gente está tan furiosa.

Según Stewart, el 9.9% es “el personal que maneja la máquina que canaliza los recursos del 90% al 0.1%”, tomando alegremente su “parte del botín”. Pero la desigualdad que genera esta máquina puede tener serias consecuencias, ya que estimula el descontento social y, como estamos viendo hoy en los Estados Unidos, una política errática. Como argumenta el historiador austríaco Walter Scheidel, la desigualdad históricamente ha sido contrarrestada a través de la guerra, la revolución, el colapso del Estado o desastres naturales.

Evitar un evento tan dramático requeriría que el 10% hiciera un trabajo mucho mejor al avanzar los intereses del 90%, en términos de ingresos, riqueza, bienestar y oportunidades. Sin embargo, una combinación de miopía económica y polarización política ha llevado a muchos a tratar de desviar la ira popular hacia los inmigrantes, China y el comercio (incluso con aliados cercanos). Como resultado, todo el mundo está atrapado en una creciente guerra proteccionista que nadie ganará.

Es cierto que, históricamente, las contradicciones y desequilibrios internos a menudo han llevado al conflicto interestatal. Pero eso no es inevitable. Más bien, el resultado depende de la calidad del liderazgo. En Estados Unidos, por ejemplo, George Washington, Abraham Lincoln y Franklin D. Roosevelt lograron fortalecer su país porque reconocieron la necesidad de abordar las divisiones internas a la luz de los valores centrales, la posición global y los objetivos a largo plazo de Estados Unidos.

El presidente estadounidense, Donald Trump, ha abusado de la ira popular para promover sus propios intereses. Pero él no creó esa ira; las élites estadounidenses han pasado décadas haciendo eso, creando las condiciones para que surja una figura como Trump. Ahora que Trump está a cargo, las condiciones del 90% se deteriorarán aún más. Su enfoque del comercio, en particular, no solo no ayudará a las personas que pretende representar; también destruirá el sentido de equidad y administración que históricamente ha unido a las masas con sus líderes.

Culpar a los de afuera es políticamente conveniente. Pero la única forma de “hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande” es abordando sus injusticias internas. Ningún arancel de importación o muro fronterizo puede hacer eso. Lampadia




El fracaso de las élites trae anomia y populismo

En Lampadia hemos criticado muchas veces a nuestra clase dirigente, a unos por acción, los políticos; y a otros por omisión, las dirigencias gremiales, académicas y sociales.

Hoy nos encontramos en medio de una grave crisis de liderazgo, con el desprestigio generalizado de todos los políticos, y el consecuente vacío de referentes que puedan prender las luces que nos permitan evitar el caos y mantener un sentido de futuro común.

Para reflexionar sobre este tema, hemos rescatado un artículo del 2014, del principal columnista del Financial Times, Martin Wolf, titulado: Las élites fallidas amenazan nuestro futuro.

Wolf sostiene que cuando las elites fracasan son reemplazadas. A diferencia de los estados despóticos en los que este proceso se efectúa de manera sangrienta, en las democracias, las elites políticas son cambiadas de forma “rápida y limpia”. Y a pesar de los controles y los equilibrios de poder, de la prensa libre y otras instituciones, las elites están expuestas a llevar al desastre a los países que conducen.

En el Perú, estamos ad-portas de un segundo voto de vacancia del presidente de la República. El vacío de poder es casi absoluto, y el espectáculo de los miembros del partido de gobierno, con la congresista y primera ministra, Mercedes Aráoz a la cabeza, procurando destruir la figura del primer vicepresidente, Martín Vizcarra, es, por decir lo menos, clamoroso. Con el presidente cuestionado, se ataca al vicepresidente y se profundiza el vacío y la incertidumbre.

En Lampadia hemos opinado que la vacancia es algo que debiera evitarse por traumática y riesgosa. Pero tenemos que reconocer, que como dice Juan de la Puente en una reciente entrevista: “Ya se ha producido una vacancia simbólica en la mente de la gente”. Para la salida de un presidente gravemente cuestionado y debilitado, como es el caso de PPK, sería mucho mejor la renuncia. Pero parece que, por todos los lados, se llevarán las cosas a los extremos.    

La gran debilidad histórica de nuestra sociedad, es la debilidad de nuestra clase dirigente. Algo que denunciaron, Víctor Andrés Belaunde Diez Canseco y Jorge Basadre. En general nuestras elites siempre han estado ausentes, carentes de visión, compromiso cívico y de fallas de liderazgo.

Hoy no hay liderazgo, los políticos se atacan entre sí, la economía está parada, el desprestigio de las instituciones del Estado ha llagado a niveles absurdamente peligrosos, y los ciudadanos están perdiendo su esperanza de un futuro mejor. Pareciera que las cosas ya no pueden empeorar, pero si quienes están en el escenario político, no rescatan mayor cordura, podríamos tener aún mayores costos.

Pero también, este debiera ser el momento en que deben ponerse de pie nuestros mejores ciudadanos, aquellos que están en las reservas, y que pueden compartir sus pensamientos y su visión, para no perder de mira las grandes posibilidades de desarrollo del Perú. Como hemos dicho varias veces, ‘el Perú es infinito’. No nos dejemos amilanar.

Líneas abajo, presentamos el artículo de Martin Wolf, que nos muestra el daño que pueden hacer las malas élites.

Es hora de salir al frente y rescatar nuestros caminos a la prosperidad.  Lampadia

Las élites fallidas amenazan nuestro futuro

No se puede confiar en líderes mediocres y ricamente recompensados cuando las cosas van mal

Martin Wolf
Financial Times
14 de enero, 2014
Traducido y glosado por Lampadia

En el 2014, los europeos conmemoraron el cien aniversario del inicio de la Primera Guerra Mundial. Esta calamidad dio inicio a tres décadas de barbarie y estupidez, y a la destrucción de la mayoría de los aspectos positivos de la civilización europea de principios del siglo XX. Al final, como Churchill predijo en junio de 1940, “el Nuevo Mundo, con todo su poder y fuerza”, tenía que intervenir “para rescatar y liberar al antiguo”.

Los fracasos de las élites políticas, económicas e intelectuales de Europa crearon el desastre que afligió a sus pueblos entre 1914 y 1945. Su ignorancia y prejuicios permitieron la catástrofe: las ideas falsas y los valores equivocados intervinieron. Estos incluían la creencia atávica, no solo de que los imperios eran magníficos y rentables, sino también de que la guerra era algo glorioso y controlable. Era como si una voluntad de suicidio colectivo se habría apoderado de los líderes de las grandes naciones.

Las sociedades complejas dependen de sus élites para guiarlas, y, aunque los resultados no son necesariamente siempre perfectos, por lo menos no serán grotescamente malos. Cuando las élites fracasan, es probable que colapse el orden político, como les sucedió a las potencias derrotadas después de la Primera Guerra Mundial. Los imperios rusos, alemanes y austriacos se desvanecieron, y dieron paso a sucesores débiles y después al despotismo. La Primera Guerra Mundial también destruyó los cimientos de la economía del siglo XIX: el libre comercio y el patrón oro. Los intentos por restaurarlos produjeron más caídas de las élites, esta vez de la estadounidense y de la europea. La Gran Depresión contribuyó en gran parte en la creación de las condiciones políticas que dieron como fruto la Segunda Guerra Mundial. La Guerra Fría, el conflicto de las democracias con una dictadura engendrada por la Primera Guerra Mundial, siguió.

Resultados terribles como consecuencia de los fracasos de las élites no son sorprendentes. Existe un acuerdo implícito entre las élites y el pueblo: los primeros obtienen los privilegios y prebendas del poder y la propiedad; los segundos, a cambio, obtienen seguridad y, en los tiempos modernos, un cierto grado de prosperidad. Si las élites fracasan, se exponen a su reemplazo. La sustitución de las élites fracasadas es siempre muy tensa. Pero en una democracia, la sustitución de las élites políticas, al menos, es un proceso rápido y limpio. En un entorno despótico, por lo general será lento y casi siempre sangriento.

Esto no es solo historia. Sigue siendo cierto hoy en día. Si buscamos las lecciones que dejó la Primera Guerra Mundial para nuestro mundo, las encontramos no en la Europa contemporánea, sino en el Oriente Medio, en las fronteras de India y Pakistán, y en las tóxicas relaciones entre una China creciente y sus vecinos. Existen las posibilidades de un error de cálculo letal en todos estos casos a pesar de que las ideologías del militarismo y del imperialismo son, afortunadamente, mucho menos prevalentes de lo que fueron hace un siglo. Hoy en día, los Estados poderosos aceptan la idea de que la paz es más conducente a la prosperidad que los botines ilusorios que deja la guerra. Sin embargo, esto no significa, por desgracia, que el Occidente es inmune a los fallos de sus élites. Por el contrario, vive con ellos. Pero sus fracasos son de una paz mal administrada, no la guerra.

Aquí hay tres fallas visibles.

En primer lugar, las élites económicas, financieras, intelectuales y políticas no comprendieron las consecuencias de la liberalización financiera en general. Arrulladas por fantasías de mercados financieros auto-estabilizantes, no solo permitieron, sino que estimularon una apuesta enorme y, para el sector financiero, sumamente rentable, por la expansión de la deuda. La élite diseñadora de políticas no valoró los incentivos que operaban y, sobre todo, los riesgos de un colapso sistémico. Cuando sucedieron, los frutos de esa ruptura fueron desastrosos en varias dimensiones: las economías se derrumbaron, el desempleo saltó y la deuda pública explotó. La élite hacedora de políticas públicas fue desacreditada por su fracaso en la prevención de desastres. La élite financiera fue desacreditada al necesitar ser rescatada. La élite política fue desacreditada por su voluntad de financiar el rescate. La élite intelectual (los economistas) fue desacreditada por no prever la crisis o ponerse de acuerdo con respecto a lo que debía hacerse cuando sucedió. El rescate era necesario. Pero la creencia de que las clases poderosas sacrificaron a los contribuyentes para ayudar los intereses de los culpables es correcta.

En segundo lugar, en las últimas tres décadas hemos visto el surgimiento de una élite económica y financiera global. Sus miembros se han separado cada vez más de los países que los vieron surgir. En el proceso, el pegamento que une a toda democracia (la noción de ciudadanía) se ha debilitado. La estrecha distribución de los beneficios del crecimiento económico aumenta en gran medida ese fenómeno. Esto, entonces, es cada vez más una plutocracia. Un cierto grado de la plutocracia es inevitable en las democracias construidas, como debe ser, sobre una economía de mercado. Pero siempre es una cuestión de grados. Si el pueblo ve su élite económica tan ricamente recompensada por un desempeño mediocre e interesada solo en sí misma, y esperando el rescate cuando las cosas le salen mal, los lazos se cortan. Podríamos encontrarnos justamente en el comienzo de esta decadencia a largo plazo.

En tercer lugar, al crear el euro, los europeos llevaron su proyecto más allá de lo práctico a algo mucho más importante para la gente: el destino de su dinero. Nada era más probable que las fricciones entre los europeos sobre cómo su dinero se estaba gestionando de manera adecuada o inadecuada. La probablemente inevitable crisis financiera ha dado ahora lugar a una serie de problemas aún no resueltos. Las dificultades económicas de las economías afectadas por la crisis son evidentes: grandes recesiones, una extraordinariamente alta tasa de desempleo, la emigración masiva y el sobreendeudamiento pesado. Todo esto es del saber general. Sin embargo, es el desorden constitucional de la Eurozona lo que menos se resalta. Dentro de la Eurozona, el poder se concentra en manos de los gobiernos de los países acreedores, principalmente Alemania, y de un trío de las burocracias no electas: la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional. Los pueblos de los países afectados negativamente no tienen ninguna influencia sobre ellos, y tampoco la tienen sus representantes políticos. Este divorcio entre la responsabilidad y el poder afecta directamente el seno de cualquier noción de gobernabilidad democrática. La crisis de la Eurozona no es solo económica. También es constitucional.

Ninguna de estas fallas coincide en modo alguno con las locuras de 1914. Pero son lo suficientemente grandes como para provocar dudas acerca de nuestras élites. El resultado es el nacimiento de un populismo iracundo por todo Occidente, sobre todo el populismo xenófobo de la derecha. Si las élites continúan decepcionando, veremos el surgimiento del populismo rabioso. Las élites tienen que hacer un mejor trabajo. Si no lo hacen, la rabia podría abrumarnos a todos. Lampadia