Gabriel Daly
El Comercio, 8 de diciembre del 2025
“La lección para el Perú es clara: ningún modelo viaja bien por sí solo, menos aún uno sostenido por una bonanza irrepetible”.
En la campaña electoral del 2021, Vladimir Cerrón insistía en sus mítines en que la política económica de Evo Morales representaba la ruta que debía seguir el gobierno de Pedro Castillo: “Bolivia nos muestra el camino: nacionalizar, industrializar y redistribuir”.
Por esas mismas fechas, David Card recibió el premio Nobel de Economía. Su célebre estudio con Alan Krueger mostró que los resultados empíricos dependen del contexto: incluso un diseño riguroso pierde validez si se aplica mecánicamente en otra realidad. Esa lección resulta especialmente pertinente ante la tentación de importar modelos como si fuesen recetas universales.
El llamado “modelo boliviano” reaparece cíclicamente en el debate peruano, impulsado por quienes lo exhiben como un éxito replicable. Si bien Bolivia registró durante varios años un crecimiento notable, esa trayectoria derivó en el ejemplo clásico de un populismo sostenido por una sola fuente de ingresos. El Estado se apoyó en las rentas del gas para congelar artificialmente el tipo de cambio, subsidiar combustibles y expandir el gasto hasta erosionar sus reservas internacionales. Ese andamiaje descansó en tres pilares.
El primero fue la nacionalización del gas. Entre el 2006 y 2014, el auge gasífero permitió acumular el mayor colchón de reservas de su historia, pero ese flujo extraordinario ocultaba una fragilidad estructural: el país apostó todo a un solo sector, sin ampliar su base productiva. Hoy, las reservas líquidas están prácticamente agotadas. Ese componente es intransferible al Perú. Aunque la minería sigue siendo un pilar decisivo, la economía peruana se sostiene sobre una estructura fiscal sólida y diversificada, apuntalada por la inversión privada y el respeto a los contratos. Un viraje estatista implicaría un golpe directo a esa confianza. En un país donde la riqueza natural está distribuida entre múltiples yacimientos y operadores privados, no existe una fuente mágica de ingresos capaz de sostener un Estado omnipresente sin destruir la confianza.
El segundo pilar fue un gasto público expansivo sin ancla fiscal. La bonanza permitió multiplicar programas y obras sin disciplina alguna ni preparación para el momento en que el ciclo favorable terminara. Cuando los ingresos del gas comenzaron a caer, la maquinaria fiscal siguió funcionando como si nada hubiera cambiado. Hoy, Bolivia enfrenta un déficit superior al 10% y una deuda creciente: pasó de vivir del gas a vivir del endeudamiento. El Perú, en cambio, opera bajo reglas fiscales que imponen prudencia. Imitar el patrón boliviano supondría debilitar esa institucionalidad y disparar el riesgo país.
El tercer eje del modelo consistió en una combinación de controles, subsidios masivos y un tipo de cambio casi fijo. Ese esquema funcionó mientras duró el ingreso extraordinario. Cuando el flujo se agotó, aparecieron colas para comprar dólares, escasez de bienes importados e inflación creciente. La economía se estancó y la presión cambiaria se convirtió en el síntoma del agotamiento del modelo. Para el Perú, este componente es incompatible: la autonomía del Banco Central impide financiar al fisco con emisión, y una economía abierta como la nuestra no podría sostener un tipo de cambio fijo sin quemar reservas y comprometer la estabilidad.
El derrumbe del experimento boliviano no es solo económico, sino también político. La derrota del oficialismo en el 2025 reflejó el desgaste de un proyecto que prometió estabilidad y terminó dejando desabastecimiento, escasez de divisas y protestas. Cuando la economía se estanca y las promesas se evaporan, los atajos populistas no solo quiebran las cuentas públicas: también corroen la democracia.
La lección para el Perú es clara: ningún modelo viaja bien por sí solo, menos aún uno sostenido por una bonanza irrepetible. Nuestro país ha construido activos institucionales tras décadas de disciplina macroeconómica, correcciones dolorosas y reformas impopulares. Ello no significa que el modelo peruano esté libre de problemas –informalidad, desigualdad, baja productividad–, pero sí que la estabilidad no debe ponerse en riesgo por la seducción de un espejismo. Tomó muchos años construirla y podría perderse rápidamente si se la sacrifica en nombre de proyectos improvisados que prometen mucho y, como en Bolivia, terminan dejando menos crecimiento, más conflicto y menos democracia.






