Elena Conterno
Gestión, 4 de diciembre del 2025
En la administración pública, el mantenimiento, al no generar titulares, suele ser una víctima de la política, a pesar de que su falta acaba costando millones en reconstrucciones innecesarias.
El cuestionamiento a contratos corruptos o mal diseñados es legítimo, pero debe hacerse respetando las reglas de juego y teniendo en cuenta los costos en los años siguientes de malas decisiones hoy»
Hacia 1996 hicimos un viaje familiar por tierra para visitar Abancay, donde nació mi abuelo. Fue un viaje larguísimo: la carretera estaba en muy mal estado y, en varios tramos, no era más que afirmado. Recuerdo que en ese viaje aprendí qué era el cárter, ya que durante todo el trayecto temíamos que se golpeara con las piedras y los baches, con el consiguiente riesgo de perder el aceite y quedarnos varados en medio de la ruta.
En los años noventa, tras el déficit fiscal, la hiperinflación y el terrorismo, nuestras carreteras estaban abandonadas. Viajar por tierra era largo, caro e inseguro. Sólo el 40% de la red vial nacional estaba pavimentada —y solo una fracción se encontraba en buen estado-, el mantenimiento había sido olvidado por años y la capacidad presupuestal y de gestión del Estado era extremadamente limitada.
Como es sabido, las vías expanden los mercados y generan oportunidades. Por tanto, era urgente construir nuevas carreteras, asfaltar las principales y, sobre todo, garantizar su mantenimiento. Destaco esto último porque, en la administración pública, el mantenimiento, al no generar titulares, suele ser una víctima de la política, a pesar de que su falta acaba costando millones en reconstrucciones innecesarias.
Para cerrar las brechas más rápido, garantizar el mantenimiento y obtener financiamiento, se optó por promover la inversión privada en infraestructura y, en particular, concesiones viales con peajes: el concesionario financiaría determinadas obras, se haría cargo del mantenimiento y operaría la vía a cambio de percibir ingresos por peajes.
Con este esquema se avanzó de manera significativa. Se asfaltaron, ampliaron y mantuvieron rutas que antes eran intransitables. Se conectaron ciudades y pueblos, llevando desarrollo con ello. Sin embargo, lamentablemente, en algunos casos hubo problemas de diseño y también de corrupción, como habría sido el caso del tramo de la Panamericana en su paso por Lima.
Todos estamos molestos con esta situación. Y esperamos que las personas y empresas responsables reciban todo el peso de la ley. También esperamos que las autoridades afronten la situación pensando en los intereses de la ciudadanía, y no tengan una actuación irresponsable y populista que vulnere la seguridad jurídica, ahuyente la inversión privada, anule la política pública de concesiones viales y nos cueste millones en indemnizaciones futuras.
El cuestionamiento a contratos corruptos o mal diseñados es legítimo, pero debe hacerse respetando las reglas de juego y teniendo en cuenta los costos en los años siguientes de malas decisiones hoy. No podemos permitir que, bajo la bandera del «abuso» o de la «defensa del usuario», se socaven los principios que permiten que existan carreteras en buen estado. Sin embargo, estamos viendo lo contrario.
Por un lado, tenemos a autoridades municipales que sin sustento legal buscan suspender el cobro de peajes. Esta medida puede sonar popular, pero deja sin financiamiento a la concesión y, por tanto, sin mantenimiento a más de cien kilómetros de vías. Proteger al ciudadano no es suspender los peajes, sino asegurar que las vías se mantengan en buen estado. Una medida ilegal o populista le termina costando al ciudadano tres veces: en deterioro, en riesgos y en arbitrajes.
Por otro lado, están las autoridades judiciales, que declaran la nulidad de peajes argumentando por falta de «vía alterna de calidad». Ositrán ya señaló que la existencia de una vía alterna no es condición necesaria para cobrar peajes, pero, en cualquier caso, la construcción de la misma es una responsabilidad del Estado. Exigirle al concesionario tareas que no le corresponden crea un precedente que ahuyenta a la inversión privada. No solo no corrige un problema, sino que crea uno mayor para todos los futuros proyectos.
Los peajes, aunque impopulares, son los que permiten que tengamos vías en buen estado. Si se deja sin ingresos al concesionario, se deja a los usuarios sin vías mantenidas. Ahí sí que se afecta el libre tránsito.
Lo que está en discusión no es si nos gustan o no los peajes, o si hubo o no corrupción. Estamos debatiendo la relevancia de la seguridad jurídica y, por tanto, la posibilidad de poder atraer a inversionistas privados que apuesten por el país para construir y mantener infraestructura. Tengamos presente que el Estado no tiene las capacidades ni los incentivos adecuados para hacerlo de manera directa (si piensa que sí, dele una nueva mirada al proyecto de la refinería de Talara).
Hoy, casi treinta años después de aquel viaje familiar, el trayecto Lima-Abancay toma como 16 horas, en un camino totalmente asfaltado. Requerimos esta y otras vías, y por tanto también los peajes que se usan para construirlas y mantenerlas.






