La izquierda y sus mitos: Del Che a Mujica
Fundación para el Progreso – Chile
Juan Lagos
Publicado en El Líbero
30.05.2025
Glosado por Lampadia
Ha pasado un tiempo prudente desde la muerte de José «Pepe» Mujica. Durante días, su figura fue objeto de homenajes, recordatorios y todo tipo de exaltaciones. Como suele ocurrir con los políticos convertidos en símbolos, la crítica se consideró de mal gusto, impropia, incluso ofensiva. Pero ese tiempo de silencio ya empezó a agotarse. Y con él, se abre el espacio para mirar con más claridad lo que su figura representa más allá del mito.
Uno de los aspectos más inquietantes del fenómeno Mujica es la ostentación de la pobreza, que no se limitó a ser una elección personal, sino que se transformó en un gesto político, en una forma de expresar superioridad. A diferencia de la ostentación de la riqueza, que muchas veces no pretende ser más que una torpeza banal, la ostentación de la riqueza lleva consigo una carga moralizante que resulta, si se piensa con algo de profundidad, todavía más nociva. Mujica no solo hizo de su forma de vida un símbolo, sino también un juicio.
Desde esa escenificación del vivir con poco, se sintió autorizado para juzgar la vida de los demás, para dictar lo que una persona «de verdad necesita» y lo que no. Pero la vida humana es demasiado compleja para ser reducida a un estándar único. La dignidad no depende de cuánto se tenga o se deje de tener. Vincularla a la escasez o a la abundancia es, en el fondo, el mismo error de categoría.
A esto se suma un pasado criminal que muchos han preferido ignorar. Mujica fue parte de una organización terrorista responsable de asesinatos, secuestros y atentados, especialmente perpetrados contra policías y campesinos. En más de una ocasión afirmó estar «profundamente arrepentido de haber tomado las armas con poco oficio y no haberle evitado así una dictadura al país».
¿Pero de qué se arrepentía realmente?
¿De haber sido un criminal o de no haber sido lo suficientemente eficaz como para imponer su propia tiranía a la cubana?
Su arrepentimiento, más que una señal de conciencia parece una reafirmación del delirio original.
A ello se suma una polémica más reciente en la que su esposa, Lucía Topolansky, reconoció que algunos militantes de izquierda, al finalizar la dictadura, dieron falsos testimonios contra militares.
Lejos de condenar estos hechos, Mujica los relativizó: admitió que «esas cosas nos constan», y que aunque no eran generalizadas, sí hubo casos de personas que «salieron con mucho rencor y encontraban que era justo eso, por las que pasó».
No hay aquí ni un reproche ni una defensa de la justicia: solo la normalización del abuso en nombre del resentimiento.
Presentar a Mujica como símbolo de reconciliación y derechos humanos es una burla para las víctimas de la violencia política.
La biografía de Mujica no es una excepción: es el retrato de una generación de líderes de izquierda en Hispanoamérica que se creyeron redentores armados, convencidos de que la «justicia social» nacería del fuego de los fusiles.
Nunca reconocieron sus crímenes ni mostraron sincero y sensato remordimiento por el daño causado.
Al contrario, con el paso del tiempo, muchos de ellos se dedicaron a justificar las peores tiranías que ha conocido el continente.
Baste recordar el día en que defendió públicamente los asesinatos de manifestantes en Venezuela, amparando a una dictadura mientras hablaba de derechos humanos.
Su pretendida autoridad moral no solo es falsa: es peligrosa, porque ofrece una coartada «ética» para la violencia cuando proviene del que ellos estiman como el lado correcto del relato.
Parte del problema radica en cómo consumimos la política internacional. A menudo no conocemos realmente cómo funcionan los liderazgos ni cuáles son sus consecuencias concretas.
Nos quedamos con caricaturas:
Que Felipe González fue un líder moderado o que Macron encarna el reformismo ilustrado.
Muchas de estas pobres imágenes tienen segura fecha de vencimiento: ya nadie habla de Jacinda Ardern o de Justin Trudeau, por ejemplo.
Así también se nos vendió a Mujica: como el presidente pobre, el filósofo austero.
Pero las caricaturas solo sirven para la propaganda y no para un juicio político serio. Por eso no debe extrañarnos que, más allá del masivo elogio a Mujica alrededor del mundo, haya muchos uruguayos que recuerdan con claridad lo nefasto que fue como figura política y presidente.
Ni siquiera los videos cortos, infinitamente difundidos y repetidos en redes sociales, con Mujica de protagonista tienen especial valor. En una de sus conversaciones, con el periodista español Jordi Évole, Mujica habló sobre la utilidad de los empresarios, que él era socialista pero no bobo. La frase fue celebrada como una muestra de pragmatismo y sentido común, y no han faltado los defensores del libre mercado que han subido con especial alegría este video a sus redes sociales. Pero no es una frase digna de elogio: esa afirmación revela una concepción meramente instrumental del mundo empresarial según la cual el empresario sirve en la medida que aporta recursos al aparato estatal y resuelve problemas que el Estado no puede «de momento». Se lo reduce a una simple herramienta del burócrata. Es una visión meramente funcionalista que despoja a la empresarialidad de su valor propio, de su dinamismo, de su libertad creadora.
Y si hay algo que la derecha no debería aceptar, es justamente esta reducción utilitarista del emprendimiento a una simple fuente de renta fiscal. Defender la empresa no debería ser solo tolerarla, deberíamos reconocerla como expresión de libertad que genera bienes sociales.
Detrás del mito del «presidente pobre» hay un pasado violento y un legado político destructivo que muy bien lo conocen los uruguayos. Ya es hora de decirlo sin adornos: Mujica no fue el ejemplo que algunos nos quieren imponer. Lampadia