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¿Por qué la salud pública es deficiente?

¿Por qué la salud pública es deficiente?

Jaime de Althaus
Para Lampadia

Construir un sistema de salud eficiente y resolver el problema de la informalidad se han convertido en los dos grandes objetivos nacionales a partir de la pandemia. Alcanzarlos requiere de un diagnóstico certero acerca de lo que impide avanzar en ambos temas. En un pequeño ensayo recientemente publicado[1], Alberto Vergara señala que “en los últimos 20 años teníamos un Estado hábil para administrar la macroeconomía del país y defectuoso para gobernarlo”, muy bueno para acumular ahorros, malo para gestionar servicios y soluciones.

Eso es cierto, y la descripción es muy buena, pero en lo que falla, a mi juicio, el ensayo, es en la explicación, en la asignación de responsabilidades. Algo clave, porque una equivocación en eso puede agravar los problemas en lugar de ayudar a resolverlos.

Su argumento es, de un lado, una versión sofisticada de la conocida imputación ideológica de la izquierda en el sentido de que la respuesta del Estado ante el COVID ha fracasado porque el neoliberalismo precarizó los servicios de salud para beneficiar a los negocios privados. Vergara no llega a ese extremo, pero escribe: “somos una región donde se deja a los pobres una salud, seguridad y educación pública de pésima calidad, mientras los ricos y las clases medias pagan por esos servicios. Con un pacto de ese estilo, no había forma de actuar como Alemania, Corea del Sur o Singapur”. Explica que tenemos un gasto público en Salud muy bajo y que ha crecido solo en términos brutos, con el crecimiento del PBI, pero no como proporción del PBI. Y agrega: tenemos “un Estado que puede tener dinero, pero desvinculado del país. Ni lo extrae de su ciudadanía, ni lo invierte en su desarrollo”.

Es verdad que la calidad de la salud pública es muy mala, pero ello no se debe a falta de recursos. No es cierto que el Estado peruano no haya invertido Salud ni que haya abandonado presupuestalmente ese sector.

Como mostré en artículo anterior sobre la base de cálculos del IPE,[2] no es solo que el sector salud ha tenido más dinero porque la economía creció, sino que lo ha tenido en una proporción mucho mayor al crecimiento nacional. El gasto público en salud se ha multiplicado nada menos que por 7 en términos reales (soles constantes) en los últimos 20 años. ¡Por 7! Y se ha multiplicado por 3 como porcentaje del PBI y por 2 como porcentaje del presupuesto nacional. Según el INEI la cobertura de los seguros de salud subió del 42% de la población en el 2007 al 85% el 2019. Y el número de médicos por habitante subió en 50% entre el 2010 y el 2018.[3] En el sector ha habido una evolución incremental que debe reconocerse.[4]

Cierto es que la ampliación de la cobertura no significa incremento de la calidad, pero el hecho es que el gasto en Salud no creció inercialmente, sino por voluntad política.[5] El sector fue priorizado.

Entonces no es cierto que “quienes defendieron las políticas económicas favorecieron también la mediocre inercia de todo el resto”, como argumenta. No son ellos quienes forman parte de ese “pacto” de pobres servicios. Los “defensores de las políticas económicas” no solo autorizaron más presupuesto, sino que crearon instrumentos para mejorar la calidad de los servicios, tales como presupuestos por resultados y la ley del Servicio Civil (SERVIR) para implantar la meritocracia y la gestión de desempeño. Si, pese a todo ello, las mejoras fueron limitadas, lo que debemos hacer es identificar bien el mecanismo que traba las reformas e impide el cambio.  

Un par de ejemplos sirven para ello. A instancias del MEF, se aprobó la mencionada ley que crea el régimen de la Ley del Servicio Civil. Un gran avance para pasar de un Estado patrimonialista (y corrupto) a uno profesional y eficiente. Pero ante un reclamo de los sindicatos de Essalud, el Congreso anterior pasó los CAS no al régimen Servir sino a la 728, que atornilla en el puesto sin evaluación ni posibilidad de exigir rendimiento. Y el Congreso actual ha consagrado la propiedad absoluta de los puestos de trabajo y el ascenso automático en todo el sector Salud. ¿Es posible conseguir una salud pública eficiente en esas condiciones?

En los 90 se crearon los comités locales de administración de salud (CLAS), con médicos contratados y participación de la comunidad en el directorio. Las postas funcionaron mucho mejor porque se exigía más rendimiento y horas de trabajo. Pero luego de un paro el Congreso de Toledo nombró a los médicos, y los CLAS perdieron toda capacidad de exigir desempeño.

El mecanismo que traba las mejoras es una alianza natural entre el clientelismo político en el Congreso y las demandas de privilegios patrimonialistas por parte de los sindicatos del sector. Una cosa son las demandas remunerativas justas -que también han ayudado a incrementar el presupuesto- y otra rechazar la introducción de regímenes de gestión modernos, exigentes y meritocráticos.

Lo que esa alianza produce es una pésima gestión patrimonialista sin metas ni evaluaciones y organizada en torno a la corrupción, que ha impedido que los mayores recursos se transformen en calidad del servicio.

El propio Vergara parece por momentos darse cuenta de ello: “…la avalancha de dinero llegado al Estado en los últimos años lo engordó, encareció y ayudó a la propagación de la corrupción”, reconociendo, en esta parte del ensayo, que sí hubo más recursos. “Teníamos muchos recursos, pero la crisis de salud vino a reconfirmar, una vez más, que la plata no compra eficacia gubernamental”.

Se convertiría entonces en un eficaz aliado de la reforma si profundizara en esa línea para identificar con precisión los factores que la han impedido una y otra vez. En cambio, si insistimos en poner en la mira a los “defensores de las políticas económicas”, vamos a sacar del tablero a los únicos que intentan introducir principios y modelos de gestión modernos y eficientes y vamos a empeorar aún más la situación.

Esto es clave porque neutralizar el mecanismo que impide mejorar los servicios requerirá de un fuerte consenso nacional, que solo puede basarse en una conciencia clara de la existencia de dicho mecanismo. 

Y es mas o menos el mismo que está detrás de nuestros niveles tan altos de informalidad. Pues esta formalidad tan costosa y farragosa que excluye a los informales, expulsa a los formales, impide el crecimiento de los pequeños y mantiene bajos los salarios, se ha formado también en parte a punta de presiones de grupos de interés recogidas en leyes y normas. 

El asunto no es fácil porque se trata del interés difuso de la sociedad, que no puede defenderse, versus el interés rentista de grupos organizados, que tiene a su favor la precaria institucionalidad política que tenemos, tremendamente proclive a favorecer las presiones patrimonialistas. Un sistema de muchos partidos, híper fragmentado hasta el delirio con el voto preferencial, solo sirve para que cada partido busque apuntalarse ofreciéndole alguna ventaja a algún bolsón electoral. Fomenta la irresponsabilidad, la entrega de beneficios presentes a costa del futuro. En el otro extremo, un sistema bipartidista fomenta la responsabilidad, porque el partido que está en la oposición sabe que en el próximo periodo puede ser gobierno, y entonces no socava el futuro.

Tenemos que entender el sistema que bloquea cada vez más la transformación de los servicios públicos en el Perú. De lo contrario, nunca podremos mejorarlos. Lampadia

[1] La crisis del COVID-19 como Aleph peruano (Artículo preparado para el libro América Latina: Del estallido al COVID, editado por Rafael Rojas y Vanni Pettina) Alberto Vergara

[3] Ver artículo de Iván Alonso: https://elcomercio.pe/opinion/mirada-de-fondo/los-progresos-de-la-salud-publica-por-ivan-alonso-columna-salud-sistema-de-salud-crecimiento-economico-noticia/?ref=ecr

[4] Consultados Midori de Habich y Oscar Ugarte, resumen así la evolución de la salud pública:

1. Luego del terrorismo y debacle económica, hacia 1994, se reabren los establecimientos de salud del primer nivel con médicos.

2. Luego se introduce el modelo CLAS, de administración compartida con la comunidad.

3. En 1997 se crea el Seguro Escolar Gratuito y el 1999 el Seguro Materno Infantil. El 2002 se fusionan y transforman en el SIS.

4. En 2004 todos los partidos políticos firman el Acuerdo de Partidos Políticos en Salud que plantea el Aseguramiento Universal.

5. El 2009 se aprueba la Ley Marco del Aseguramiento Universal

6. En el 2013 se dictan los DL de implementación de la Ley de AUS.

7. A fines del 2019 se aprueba el DU que autoriza a que todos los no asegurados (4 millones) a incorporarse al SIS

[5] El argumento que de todos modos el gasto en Salud en el Perú es mas bajo como porcentaje del PBI que en países vecinos, es relativo. El Dr. Moisés Rosas demostró en Lima Este el 2006 como con menos recursos que los históricos pudo mejorar la atención radicalmente (los pacientes resolvían sus problemas y se llevaban sus medicamentos gratis) haciendo que el SIS pagara no por número de atenciones -lo que fomentaba su multiplicación corrupta- sino por resultados en términos de atención a los pacientes. Ver: https://www.lampadia.com/analisis/salud/la-revolucion-que-el-sis-necesita/




El síndrome de Sofocleto

Alberto Vergara, en un reciente artículo que glosamos líneas abajo, plantea la siguiente frase como la piedra sobre la que construye su argumentación, de aspiración intelectual, sobre la ceguera o miopía de los peruanos:

“La modernización de la economía y la sociedad conduce, casi espontáneamente, a la construcción de mejores instituciones. La traducción práctica de esto es que, lógicamente, debemos poner todos los huevos en la canasta del crecimiento económico pues luego aparecerán también en la canasta del desarrollo institucional”

Así define “la teoría de la modernización”, supuestamente adoptada por los peruanos, que presenta en un artículo publicado en El Comercio, el último domingo, el día del cierre del APEC, al que tituló: “El síndrome de Pablo Escobar”.

¿Cuántos pescaditos caerán con los sinlogismos?

No es la primera vez que nos vemos precisados a observar esa mala costumbre de algunos jóvenes intelectuales, de plantear proposiciones de las que deducen sus aforismos, máximas o sentencias. Este también fue el caso de un libro de Carlos Ganosa, El Perú está calato, que contrastamos oportunamente con nuestro ensayo: ¡Qué “calato”… ni que ocho cuartos!.

La técnica lingüística empleada por estos futuros intelectuales es la de los silogismos (argumento que consta de tres proposiciones, la última de las cuales se deduce necesariamente de las otras dos – RAE). Sin embargo, cuando estas técnicas se llevan al extremo para vender sofisticadas especulaciones políticas, tenemos, más que silogismos, ‘sinlogismos’.

Los ‘sinlogismos’, son una creación de nuestro admirado Sofocleto (Luis Felipe Angell), eran, según los definió el mismo: aforismos y epigramas, “ideas llevadas a la máxima condensación conceptual e idiomática que rompen esquemas dando una nueva forma a la verdad”. Veamos algunos ‘sinlogismos’ de Sofocleto:

El pesimista auténtico cree que además, él ve las cosas por el lado bueno.
Los avaros se mueren sin dar el último suspiro.
La unanimidad es la opinión del que manda.
No hay guerra civil; todas las guerras son inciviles.
Lo peor del farsante es que es auténtico.

Fuente: Frases de Humor: Los sinlogismos de Sofocleto.

Pues, con la fuerza argumental de los sinlogismos, Vergara se despacha, en un día de APEC, contra TODOS: “Hace veinte años que nuestros líderes políticos, empresariales, intelectuales, tecnocráticos y mediáticos han hecho suya la teoría de la modernización”.

Es muy claro el nivel de nuestras carencias institucionales, pero parece que solo para gente rigurosa, entre las que no se encuentra Vergara, ni Ganosa, es también claro que buena parte de nuestra clase dirigente viene insistiendo en privilegiar el desarrollo institucional. Véanse nomás los temas de los distintos CADEs de IPAE a lo largo de las últimas cinco décadas. El que no tengamos mejores instituciones no es porque TODOS los peruanos desprecien su importancia.

Por otro lado, hemos tenido más bien gente como Vergara, que no han perdido ocasión para desdibujar la importancia del crecimiento en la mente de los peruanos, o incluso para negarlo. En Lampadia hemos explicado que el crecimiento económico no es el objetivo del desarrollo, es el medio para lograrlo. Para superarnos necesitamos luchar por un desarrollo integral (económico, social e institucional), pero también debemos crear una cultura de crecimiento, como lo propone Joel Mokyr en su reciente libro, ‘A Culture of Growth’.

Algo en lo que Vergara no repara, es en la necesidad de que los peruanos nos comuniquemos mejor. ¿Cómo puede un ciudadano de a pie entender nuestra realidad si en pocas décadas pasamos de haber apagado todas las luces (60s – 80s), a una espectacular recuperación económica y social (1993 – 2011), negando lo avanzado, y parar el crecimiento y la inclusión (2011 -2016)? ¿Cómo puede ver el ciudadano a dónde vamos y que debemos hacer si nuestros líderes políticos no se comunican con la población para explicar nuestra realidad y potencialidades, para explicar las relaciones causa-efecto que determinaron nuestra evolución, y si además, los estudiosos, supuestamente más serios, plantean sus ideas macheteando lo que tenemos y a todos los demás?  

Líneas abajo hemos glosado algunas de las afirmaciones del elegante (por la oportunidad de su artículo) y riguroso (por lo equilibrado de su análisis) politólogo Vergara, para la apreciación de nuestros lectores:

El síndrome Pablo Escobar

Alberto Vergara, Politólogo, El Comercio, Domingo 20 de noviembre, 2016
Glosado por Lampadia

La fórmula de la impopularidad tiene una raíz ideológica: la teoría de la modernización. En ciencias sociales, ella alude, en términos muy generales, a una forma de comprender el desarrollo según la cual los países al modernizarse –esto es, cuando se urbanizan, superan niveles de pobreza extremos, aumentan sus tasas de alfabetización, complejizan y fortalecen sus economías, entre otros indicadores sociales y económicos– también desarrollarán unos sistemas políticos más democráticos, institucionalizados, inclusivos. Es decir, la modernización de la economía y la sociedad conduce, casi espontáneamente, a la construcción de mejores instituciones. La traducción práctica de esto es que, lógicamente, debemos poner todos los huevos en la canasta del crecimiento económico pues luego aparecerán también en la canasta del desarrollo institucional

Hace veinte años que nuestros líderes políticos, empresariales, intelectuales, tecnocráticos y mediáticos han hecho suya la teoría de la modernización. Pero a estas alturas la teoría hace agua. Después de años brindándole la más absoluta prioridad al crecimiento económico y constatar que su expansión no se traduce en unas instituciones más sólidas y legítimas, ni en una política más ordenada, es hora de ponerla en entredicho. Este país es mucho más rico que hace veinte años y, sin embargo, se nos desmondonga política e institucionalmente por todos lados. [Será hora de ver como avanzamos en lo que falta, pero sería tonto desandar los contundentes avances sociales y económicos de los últimos 25 años].

Si la modernización no ha producido los sistémicos resultados que ofrecía, sí ha labrado, en cambio, un país signado por lo que llamo el “síndrome Pablo Escobar”. El capo colombiano, señaló alguna vez: no soy un hombre rico, soy un pobre con plata. En el Perú hemos descubierto exactamente eso: somos un pobre con plata. [Qué manera de endilgarnos el espíritu de un criminal].

Mi punto no es que debamos deshacernos del “modelo económico” –no se me ponga nervioso, amigo lector de El Comercio– sino que el paradigma de la modernización, bobamente confiado en que priorizar el crecimiento económico es la puerta a un mejor Estado, unas instituciones más estables, o una mejor democracia, está averiado. La voluntad incansable de las últimas décadas por construir una economía más saludable ha dado como resultado, oh sorpresa, una economía más saludable. Pero no se tradujo en beneficios institucionales. [¿Quién dijo que la modernización económica y social bastaba para lograr el desarrollo integral? No se pueden plantear falsedades para colar seudo verdades’].

(…) para los peruanos los problemas principales son la violencia y la corrupción. (…) Así, aunque los hechos demuestran que, primero, la modernización no cumplió con lo prometido ¿qué domina la imaginación y esfuerzo de nuestros gobernantes? Destrabar inversiones, meterle un puntito más al PBI, agilizar la competitividad. 

¿Para qué queremos el crecimiento? Ok, empeñemos todo por un punto más de PBI y crezcamos a 5% en lugar de 4%… ¿De ese puntito adicional surgirá la decisión y estrategia para tener un Poder Judicial respetable? Somos conscientes de que los grilletes que nos atan al subdesarrollo no están principalmente en la esfera económica y, sin embargo, continuamos privilegiando a la economía. [Sic].

Incluso alguien innovador y genuinamente preocupado por el Perú como el primer ministro Fernando Zavala resbala en la modernización. [Sic].

¿Permitirá el gobierno un Tribunal Constitucional infestado de intereses particulares asociados al fujimorismo? ¿Entregará la cabeza de Jaime Saavedra para reemplazarla con un Trelles o Boloña del nuevo milenio? [Un poquito de contrabando por aquí, otro poquito por allá].

Lampadia