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¡Que Viva La Marsellesa!

¡Que Viva La Marsellesa!

Después de los atentados de París en manos de los delincuentes del mal llamado Estado Islámico (ISIS), toda la humanidad ha tenido gestos de solidaridad con las víctimas y de repudio al terrorismo islamista.

Uno de los gestos más significativos ha sido el que La Marsellesa, el himno de Francia, haya sido cantado en todo tipo de eventos políticos, culturales y deportivos, incluyendo su presentación en el Parlamento Británico, algo nunca soñado.

‘La Libertad guiando al pueblo’ por Eugène Delacroix (1830) 

Muchos de nosotros habremos escuchado este precioso himno en su versión en francés o también en español, en la versión del Partido Aprista, que copió su música para la versión de La Marsellesa Aprista, pero seguramente pocos habrán podido entender la letra, porque no todos los peruanos hablamos francés.

Por esta razón queremos compartir con nuestros lectores los siguientes elementos sobre esta pieza de carácter universal:

  • Un video de la Orquesta Nacional de Francia presentando la Marsellesa al pie de la Torre Eiffel.

     

En las siguientes líneas glosamos algunos pasajes del Genio de la Noche:

El himno nació en abril de 1792 cuando Luis XVI, el rey de Francia, acababa de declarar la guerra al emperador de Austria y al rey de Prusia.

En  los  clubs  y  en  los  cafés  se  pronuncian enardecidos discursos. El miedo y la preocupación acompañan asimismo a una declaración de guerra. Pero el alcalde de Estrasburgo, el barón Federico Dietrich, plenamente convencido del triunfo, acude a una fiesta pública. Con la banda cruzada sobre el pecho, va de un lado a otro estimulando al pueblo.

De pronto, entre los brindis y los discursos, el alcalde se dirige a un joven capitán de ingenieros llamado Rouget, que está sentado a su lado. Se acuerda entonces que este simpático oficial, medio año antes, escribió un bonito himno a la libertad. ¿No sería ahora ocasión, con motivo de la declaración de guerra y de la marcha de las tropas, de hacer algo así? Preguntó el alcalde al capitán Rouget, quien se había ennoblecido a sí mismo sin ningún derecho y se hacia llamar ahora Rouget de l’Isle. Rouget sabe que su pluma puede componer versos si se presenta la oportunidad. Y, deseoso de complacer al alto funcionario y amigo, se muestra dispuesto a acceder a sus deseos.¡Magnífico, Rouget! Si termina, procure que sea una canción vibrante, que exalte el patriotismo de los soldados.

¿Cómo empezar la composición? ¿Cómo? Aún resuenan en sus oídos las frases vibrantes de las proclamas,  los discursos, los  brindis. Pero también recuerda las otras palabras oídas al pasar, las voces de las mujeres que tiemblan por sus hijos; la preocupación de los labradores, que temen por los campos de Francia, que serán asolados y abandonados con sangre si llegan a ser invadidos. E inconscientemente escribe las primeras líneas, que no son más que un eco, una repetición de aquellos llamamientos:

Allons, enfants de la patrie, le jour de gloire est arrivé!

(¡Marchemos, hijos de la patria, Que ha llegado el día de la gloria!)

Entonces interrumpe su trabajo. El principio suena bien. Ahora falta dar con el ritmo debido, que la melodía corresponda al texto. Echa mano de su violín y ensaya en él unas notas. Y, ¡oh maravilla!, desde los primeros compases el ritmo se ajusta a las palabras. Continúa escribiendo apresuradamente, arrastrado ya por la poderosa corriente  que  le impulsa. Rouget no necesita inventar ni discurrir; sólo le falta rimar cuanto ha escuchado aquel día. Ni necesita componer, porque a través de los cerrados postigos le llega el ritmo de la calle, del momento presente; el ritmo del tesón y del reto que es cifra en la marcha de los soldados, en el toque de las cometas, en el estrépito del paso de los cañones. Acaso no sea él quien lo percibe, no sea su despierto oído el que lo capta, sino el genio del momento que por esta noche se ha adueñado de su espíritu.  Y  cada vez más dócilmente, obedece la melodía al martilleante y exultante compás, que es el latido del corazón de todo un pueblo. Rouget va escribiendo apresuradamente, y siempre con brío e ímpetu crecientes, las estrofas, las notas. Tiene dentro de sí la fuerza de un desconocido huracán. Escribe como si un viento impetuoso lo empujara. Es una exaltación, un entusiasmo, que no son precisamente suyos, sino propios de cierta mágica energía que los ha comprimido en un solo y explosivo segundo. Por una noche le ha sido concedido al capitán Rouget de l’Isle la hermandad con los inmortales. 

Amour sacré de la patrie,

conduis, soutiens nos bras vengeur;

liberté, liberté chérie,

combats avec tes défenseurs.

 

(Amor sagrado de la patria,

Conduce y sostén nuestros brazos vengadores;

Libertad, libertad querida,

Pelea con tus defensores).

Luego viene la quinta estrofa, la última, que, enlazando las palabras con la música, constituye el final del impresionante himno. No han aparecido aún las grises tonalidades del alba cuando queda terminado el canto inmortal. Rouget apaga la luz y se echa en la cama. Algo, no sabe qué, le ha elevado hasta experimentar una extraña claridad de los sentidos que jamás conociera antes, y algo le derrumba ahora en torpe agotamiento. Su sueño es tan profundo como el de la muerte. Y, en efecto, en él había muerto el creador, el poeta, el genio. Pero sobre la mesa quedó la obra terminada, desligada de su propia personalidad. No es probable que se repita en la historia de los pueblos el hecho de que nazca tan rápidamente una canción en la que se encuentren tan magníficamente acopladas letra y música.

Ha empezado la lucha. Rouget se despierta. Sacude el sueño con esfuerzo. Sabe que le ha ocurrido algo, pero no se acuerda. De pronto mira sobre la mesa y contempla su obra. «¿Versos? ¿Cuándo escribí yo estos versos? ¿Música, y con anotaciones mías? ¿Cuándo la compuse? ¡Ah, sí, es la canción que me encargó Dietrich, la marcha para los tropas del Rin!» Lee sus versos, tararea su melodía. Con  la  natural  impaciencia  de  todo  autor  y  satisfecho  por  haber cumplido tan rápidamente su promesa, se encamina en seguida a casa del alcalde.

—¿Cómo, Rouget? —se asombra al entregarle la obra—. ¿Ya está compuesta? Pues vamos a ensayaría ahora mismo. Y ambos pasan al salón de la residencia. Dietrich se sienta al piano para acompañar, y Rouget canta… [dando luz a uno de los símbolos más exultantes de la libertad]. Lampadia

 




Momentos Estelares de la Humanidad

Momentos Estelares de la Humanidad

El prolífico y brillante escritor austriaco, Stefan Zweig, publicó en 1927 unos de sus más fabulosos libros: “Momentos estelares de la humanidad – Doce miniaturas históricas”, en el que recorrió algunos pasajes históricos que presentan espacios extraordinarios de realizaciones de los seres humanos. “Son los grandes instantes del destino, en los que se concentran decisiones perdurables”, como dice la Editorial Juventud en 1958.

Entre los pasajes seleccionados por Zweig, están:

  • La huida hacia la inmortalidad. El descubrimiento del océano Pacífico – 25 de setiembre de 1953
  • El genio de una noche. ‘La Marsellesa’ – 25 de abril de 1792
  • Aquel minuto en Waterloo. Napoleón – 18 de junio de 1815
  • El descubrimiento de Eldorado. J. A. Suter – California, enero de 1848 (El nacimiento de la ciudad de San Francisco después de la fiebre del oro)
  • La hazaña del Polo Sur. Capitán Scott, 90º de latitud – 16 de enero de 1912

Como dice Stefan Zweig en su introducción al libro: “Goethe le da el respetuoso apelativo de ‘escenario de la misteriosa obra de Dios’. Un día tras otro se suceden en ella hechos y acontecimientos aparentemente vulgares e intrascendentes. Raros son, en efecto, tanto en la vida como en el arte, los momentos sublimes y memorables. En su labor continua e indiferente, la Historia va entrelazando la gigantesca cadena de los siglos y ordena los hechos humanos de modo para nosotros inteligible”.

“Tales instantes dramáticos, preñados de destino, en los que en un día, en una hora o en un minuto se concentran decisiones perdurables, son raros en la vida de un hombre y en el curso de la Historia”.

En esta ocasión, en Lampadia, hemos seleccionado dos momentos estelares que merecen sumarse a la selección de Zweig:

1. Hoy [25 de setiembre, 2015] se cumplen 32 años de la decisión de un hombre que salvó al mundo, y nadie conoce

2. Schabowski, el hombre que acabó con la Guerra Fría 

Ayer murió el funcionario alemán que, sin darse cuenta, hizo caer el Muro de Berlín.

Invitamos a nuestros lectores a identificar otros momentos estelares de la humanidad y a compartirlos con nosotros para que podamos publicarlos. Lampadia

1. Hoy [25 de setiembre, 2015] se cumplen 32 años de la decisión de un hombre que salvó al mundo, y nadie conoce

por Alesia Miguens, Informadorpublico.com

 

A veces en la historia es más importante lo que casi pasó que lo que realmente ocurrió. Y quizás lo más asombroso de estas increíbles historias de héroes tan lejos del glamour de las historietas sean las sincronicidades que las rodean.

Les voy a contar cómo hace 32 años, un hombre del que la mayor parte del mundo jamás ha oído hablar se convertiría en el héroe más grande de todos los tiempos, por haber salvado “literalmente” al mundo de un Apocalipsis atómico.

Corría el año 1983, plena guerra fría, pero tan caliente como no lo había estado desde la crisis de los misiles en Cuba. El 23 de marzo, el Presidente Reagan lanzó “Star Wars – Guerra de las Galaxias”, llamando literalmente a Rusia “El Imperio del Mal”.

Y contaba con un importantísimo aliado igualmente decidido en terminar con el comunismo, Juan Pablo II. Los planetas parecían alineados para acabar con la Unión Soviética, y los soviéticos se lo tomaron muy en serio.

EEUU y la OTAN planeaban colocar misiles en Alemania Occidental y organizaban un ejercicio militar en Europa, entre otras cosas…

Pero los líderes de URSS eran de la generación de la Segunda Guerra y recordaban perfectamente cómo, con el pretexto de un ejercicio, Hitler había engañado a Stalin y lanzado la Operación Barbarroja.

Permitir que se repitiera era inadmisible.

Asumieron que lo del ejercicio era una tapadera para una invasión real, y tomaron su decisión. Disparar todo su arsenal al recibir la primera indicación de un ataque nuclear.

La tensión era Máxima. A punto tal que el 1° de septiembre de 1983, un avión de línea surcoreano entró por error en el espacio aéreo soviético y no dudaron en derribarlo sin aviso matando a 269 personas, incluido un senador y varios ciudadanos americanos.

Esta historia no pudo haber llegado en peor momento.

La noche del 25 de septiembre de 1983, un Coronel de 44 años de la sección de inteligencia militar de los servicios secretos de la Unión Soviética llegaba a su puesto de mando en el Centro de Alerta Temprana de la inteligencia militar, desde donde coordinaba la defensa aeroespacial rusa.

Sin embargo, ésa debería haber sido su noche libre. Fue convocado a último momento porque quien debía estar había dado parte de enfermo…

Su trabajo consistía en analizar y verificar todos los datos de los satélites sobre un posible ataque nuclear americano. Contaba para ello con un Protocolo sencillo y claro. Tan claro y tan sencillo que había redactado él mismo…

Después de las verificaciones correspondientes, debía alertar a su superior, quien de inmediato iniciaría el contraataque con armamento nuclear masivo sobre los Estados Unidos y sus aliados.

Poco después de la media noche, exactamente a las 12:14 del 26 de septiembre del ‘83, todos los sistemas de alerta saltaron; las sirenas sonaron y las pantallas de las computadoras mostraban: “ATAQUE DE MISIL NUCLEAR INMINENTE”.

Un misil había sido lanzado desde una de las bases de los Estados Unidos.

Pidió mantener la calma y que cada uno hiciera su trabajo. Y él hizo el suyo.

Verificó todos los datos y pidió confirmación de visión aérea, los únicos que no pudieron confirmar dadas las condiciones climáticas.

A pesar de las confirmaciones, concluyó que tenía que haber ocurrido un error. No era lógico que EEUU lanzara UN SOLO MISIL si estuviera atacando a la Unión Soviética.

Y desestimó la advertencia como una falsa alarma.

Pero poco después, el sistema indicó UN SEGUNDO MISIL. Y después UN TERCERO.

Preso de una fuerte descarga de adrenalina, desde el segundo piso del bunker podía ver, en la sala de operaciones, el gran mapa electrónico de Estados Unidos con la base militar en la costa Este, desde donde habían sido lanzados los misiles nucleares, parpadeando.

En ese momento el sistema indicó otro ataque. UN CUARTO MISIL NUCLAR, e inmediatamente UN QUINTO.

En menos de 5 minutos, 5 misiles nucleares habían sido lanzados desde bases americanas contra URSS. El tiempo de vuelo de un misil intercontinental balístico desde los EEUU era de 20 minutos.

La actividad era frenética. Mientras él analizaba…

Después de detectar el objetivo, el sistema de alerta temprana lo hacía pasar por 29 niveles de seguridad que debían confirmar, lo hizo sospechar lo contundentemente que pasaban las alertas los niveles de seguridad.

Sabía que el sistema podía tener algún mal funcionamiento. Pero, podría todo el sistema haberse equivocado, 5 veces? ¿O estaba frente a Armagedón?

El principio básico de la estrategia de la Guerra Fría habría sido un lanzamiento nuclear masivo, una fuerza abrumadora y simultánea de cientos de misiles, no 5 misiles de a uno. Tenía que ser un error…

¿Pero si no lo era? ¿Si era una inteligente estrategia americana? El holocausto tan temido estaría sucediendo y él no haría nada?

Tenía cinco misiles nucleares balísticos intercontinentales en dirección a URSS y sólo 10 minutos para tomar la decisión “de qué informar” a la dirección soviética… Siendo perfectamente consciente que si informaba lo que todos los sistemas confirmaban, desencadenaría la Tercera Guerra Mundial.

Los 120 oficiales e ingenieros militares, con sus ojos fijos en él, esperaban su decisión.

Nunca antes en la historia, ni después, la suerte del mundo había estado en manos de un solo hombre como en esos 10 minutos. El futuro del mundo, o no, pendía de su decisión, mientras él luchaba entre si debía o no hacer accionar el “botón rojo’’.

Pensó: los americanos aún no tienen el sistema de defensa misilístico y saben que un ataque nuclear contra URSS equivale a la aniquilación inmediata de su propia población. Y aunque desconfiaba de ellos, sabía que no eran suicidas. Se dijo: “Ese gran imbécil no ha nacido todavía ni siquiera en los EEUU.”

Sabiendo que si estaba equivocado una explosión 250 veces mayor a la de Hiroshima ocurriría sobre ellos pocos minutos después sin que pudieran hacer nada, fue capaz de mantener la cabeza fría, de tener el coraje de escuchar a su instinto y de ajustarse a la conclusión lógica que le indicaba el SENTIDO COMUN.

Y decidió reportar un mal funcionamiento del sistema.

Paralizados y sudando a mares, él y los 120 hombres a su cargo contaban los minutos que faltaban para que los misiles alcanzaran Moscú…

Cuando DE GOLPE, segundos antes, las sirenas dejaron de sonar y las luces de advertencia se apagaron.

Había tomado la decisión correcta. Y salvado al mundo de un cataclismo nuclear.

Sus camaradas, empapados de sudor, se lanzaron sobre él abrazándolo y lo proclamaron un héroe.

Él se desplomó en su sillón y bebió más de medio litro de vodka sin respirar. Al terminar esa noche durmió 28 horas seguidas.

Cuando regresó al trabajo, sus camaradas le regalaron un televisor portátil de fabricación rusa para agradecerle. Todos estaban vivos gracias a la decisión que él había tomado.

Al enterarse de lo ocurrido, su superior le dijo que sería condecorado por haber evitado la catástrofe y que propondría crear un día en su honor.

Pero no fue así.

Rusia no podía permitirse que EEUU y el pueblo ruso se enteraran de lo sucedido.

Fue reprendido por no haber cumplido el protocolo. Se lo transfirió a un puesto de menor jerarquía. Y poco después se le dio la jubilación anticipada.

Vivió el resto de su vida en un modestísimo 2 ambientes en los suburbios de Moscú, sobreviviendo con una mísera pensión de 200 U$S por mes, en absoluta soledad y anonimato.

Hasta que en 1998, su comandante en jefe, Yury Votintsev, presente aquella noche, reveló lo ocurrido, el llamado “Incidente del Equinoccio de Otoño” causado por una rarísima conjunción astronómica, en un libro de memorias, que por casualidad llegó a Douglas Mattern, Presidente de la Organización Internacional de Paz, “Asociación de Ciudadanos del Mundo”.

Y después de verificar tan alucinante historia, salió en persona en busca de ese héroe anónimo al que todos le debíamos estar AÚN en este mundo, para hacerle entrega del “Premio Ciudadanos del Mundo”.

La única pista sobre dónde encontrarlo la recibió de un periodista ruso, que le advirtió que tendría que ir sin hacer una cita porque su teléfono no funcionaba, y su timbre tampoco.

Encontrar su rastro en una fila enorme de complejos conventillos grises a 50 kilómetros de Moscú no le resulto fácil.

Uno de los vecinos a quien le preguntó le dijo: “Usted debe estar loco. Si un hombre que ignoró una advertencia de un ataque nuclear estadounidense realmente hubiera existido, habría sido ejecutado. En esa época no había tal cosa como una falsa alarma en la Unión Soviética. El sistema nunca se equivocaba. Sólo el pueblo”.

Finalmente lo encontró en el segundo piso de uno de los edificios. Sin afeitar y desalineado, asomó la cabeza. “Sí, soy yo, pase.”

“Sentí que me encontraba con Jesús cuando él abrió la puerta”, dijo Douglas Mattern.

“Sin embargo, él estaba viviendo como una persona de la calle. Cojeando, con sus pies hinchados, sin poder caminar mucho y constándole ponerse de pie, me dijo que sólo salía para conseguir provisiones”.

Además de relatarle la historia más o menos como se las acabo de contar, este hombre le diría: “No me considero un héroe; sólo un oficial que a conciencia cumplió con su deber en un momento de gran peligro para la humanidad’’. “Sólo fui la persona correcta, en el lugar y momento indicado”.

“En un mundo tan lleno de vanidosos que “pretenden” salvar algo cuando en realidad lo único que hacen es daño a los demás y al planeta. En un mundo tan lleno de miserias, mezquindades, egos, avaricia y ambiciones; la humildad de este hombre y su indiferencia por la fama y la importancia, estremece profundamente”, dijo Mattern.

Después de conocerse este hecho, expertos de EEUU y Rusia calcularon cuál habría sido el alcance de la devastación según el arsenal con el que contaban y habrían lanzado en ese momento.

Y llegaron a la friolera de que entre 3 y 4 MIL MILLONES de personas, directa e indirectamente, fueron salvadas por la decisión que ese hombre tomó esa noche.

“La faz de la tierra se hubiera desfigurado y el mundo como lo conocemos, acabado”, dijo uno de los expertos.

Recibió:

• El Premio Ciudadano del Mundo el 21 de mayo 2004.

• El Senado australiano lo premió el 23 de junio 2004.

• Fue honrado en las Naciones Unidas el 19 de enero 2006. Dijo que fue su “día más feliz en muchos años.”

• En Alemania, en 2011, el dieron el Premio Alemán de Medios, que reconoce a personas que han hecho contribuciones significativas a la Paz Mundial, por haber evitado una potencial guerra nuclear.

• Fue Premiado en Baden Baden el 24 de febrero del 2012.

• Galardonado con el Dresden Preis en 2013.

• Y Kevin Coster realizó el documental “El Botón Rojo” en su honor.

Hoy en día continúa viviendo en su pequeño departamento de las afueras de Moscú, con su pequeña pensión de 200 u$s al mes, en relativo anonimato. Les dio la mayor parte del dinero de los premios a sus familiares y guardó un poco para comprarse una aspiradora con la que había soñado, y resultó defectuosa.

Cuando me enteré de esta historia, lo primero que pensé fue si, cuando sus vecinos o alguien lo destrata al mirarlos, alguna vez pensó que esa persona, su familia, descendencia y amigos están ahí gracias a él…

Si cuando ve las noticias y todo lo que pasa en el mundo, alguna vez se dijo que todo eso pasa por la decisión que él tomo en esos 10 minutos…

Si cuando mira el sol salir o ponerse, alguna vez piensa que tanta gente también lo puede hacer gracias a él…

Y me pregunto cuánto Darma puede ganar un alma humana que salvó miles de millones de seres humanos, plantas y animales; a un planeta…

Ese viejito que vive en un mísero 2 ambientes en los suburbios de Moscú con unos míseros 200 u$s mensuales SALVÓ AL MUNDO, Y NADIE LO SABE.

¿Cómo es posible que después de 32 años tan poca gente en el mundo sepa de él?

Me resulta inconcebiblemente y muy injusto.

Por eso. En este nuevo aniversario de la decisión de sentido común que salvó al mundo, sólo quería que conozcan al Hombre que la tomó.

El Teniente Coronel “Stanislaw Petrof”.

2. Schabowski, el hombre que acabó con la Guerra Fría

Ayer murió el funcionario alemán que, sin darse cuenta, hizo caer el Muro de Berlín.

El Comercio, 02 de noviembre, 2015

La frase pudo haber quedado en una simple declaración oficial, si no fuera por la repregunta de un periodista italiano. Günter Schabowski, portavoz del comité central del Partido Socialista Unificado de la entonces Alemania Oriental, se presentó el 9 de noviembre de 1989 ante la prensa internacional para anunciar que los visados para viajar o emigrar al extranjero serían entregados sin condiciones previas.

“¿A partir de cuándo?”, cuestiona un reportero. La respuesta fue vacilante, críptica. Un ‘fail’: “Por lo que sé… en seguida, in mediatamente”. Los periodistas, ante el estupor de lo que acababan de escuchar, salen corriendo de la sala y se precipitan a dar la información: “Los alemanes del Este pueden viajar al extranjero desde ahora”.

Poco después, miles de ciudadanos de Berlín oriental se lanzaron a las calles, abarrotando los controles fronterizos y reclamando hacer uso de su nuevo derecho, hasta que finalmente el guardia de uno de esos puestos, el de la Bonholmer Strasse, levantó la valla.

Fuera por impericia del funcionario o por confusión, Schabowski precipitó, sin querer, una marea humana que ya nadie pudo detener. Se convirtió así en el protagonista de una noche histórica que sentenció la caída del Muro de Berlín que durante 28 años había partido familias, calles y existencias.

El fin de la Guerra Fría había empezado. Voluntaria o no, su contribución al fin de la división —berlinesa, alemana, europea y, por extensión, mundial— no lo libró de ir a la cárcel.

En 1997 fue condenado a tres años de prisión por un tribunal berlinés por su corresponsabilidad en la muerte de fugitivos germano-orientales que pugnaban por huir de la Alemania comunista para entrar en Berlín occidental.

Schabowski, que murió ayer a los 86 años en un asilo de Berlín, fue el único miembro del politburó de la República Democrática Alemana (RDA) que admitió abiertamente los errores y crímenes del antiguo régimen germano oriental, cuestión que plasmó en libros y entrevistas, hasta que su delicada salud lo obligó a retirarse de la vida pública, cinco años atrás. “La RDA se hundió por sí misma, porque era un sistema defectuoso”, dijo alguna vez.

Nacido el 4 de enero de 1929, en la ciudad norteña de Anklam, Schabowski fue miembro de las Juventudes Hitlerianas en su adolescencia bajo el nazismo, y tras la capitulación del Tercer Reich pasó a ejercer el periodismo e ingresó en el Partido Socialista Unificado en los años 50.

Completó su formación periodística en Moscú, tras lo cual regresó al Berlín oriental para dirigir medios del régimen primero, y ponerse al frente de su aparato de propaganda, ya en la década de los 80. Fue editor en jefe de “Neues Deutschland”, el principal periódico comunista controlado por el partido, en 1978. Luego se convirtió en miembro del politburó en el poder en 1984. L

 




Indefensos ante la manipulación

Indefensos ante la manipulación

Por Rafael Argullol, El País de España, 20 de mayo 2015

 

Comentario de Lampadia

Stefan Zweig es sin dudas uno de los más grandes escritores del siglo XX. Entre sus obras más importantes están: Momentos Estelares de la Humanidad, Castellio contra Calvino – Conciencia contra Violencia, El Mundo de Ayer (sus memorias) y varias biografías como las de Fouché, Américo Vespucio, María Antonieta, María Estuardo, Erasmo de Rotterdam y Magallanes.

El artículo de Argullol, que publicamos a continuación, es una reflexión muy importante sobre la devaluación de la verdad: “En nuestra [época] sólo ha irrumpido una multitud de pequeños brujos que juegan con la mentira y casi todos convivimos indiferentemente con ella. Pero la falta de amor a la verdad entraña el mayor peligro: es el terreno abonado para que los grandes brujos entren en escena”.

 

 

Indefensos ante la manipulación

Hace años, estando en Río de Janeiro, me empeñé en visitar Petrópolis, una ciudad situada en la sierra de Orgaos, a 60 kilómetros de la capital carioca. Tenía curiosidad por ver la ciudad que albergó la corte estival de los emperadores de Brasil, dado que siempre resulta una sorpresa ser informado de que Brasil tuvo emperadores, aunque por escaso tiempo, en el siglo XIX. Petrópolis es agradable, con un clima seco que contrasta con el de Río. Su principal patrimonio es, precisamente, el Museo Imperial. Sin embargo, tiene otro pequeño museo cuyo contenido tiene una importancia simbólica mucho mayor que el que recuerda la pompa extravagante de los fugaces emperadores. Me refiero al dedicado a Stefan Zweig, en la casa donde el escritor austriaco y su mujer Lotte se suicidaron el 22 de febrero de 1942.

En este pequeño museo advertí, por primera vez, que no había una fotografía, sino dos, sobre aquella muerte. En la que yo conocía hasta entonces los cadáveres de Stefan y Lotte se mostraban, separados, sobre una cama, con una mesilla al lado con diversos objetos: un vaso, una botella de agua, una caja de cerillas, una lámpara. En la otra fotografía, desconocida para mí, el cadáver de Lotte aparecía inclinado sobre el de Stefan, juntas las manos de ambos. Me comunicaron amablemente que la variación de la escena era la consecuencia de que la policía, tras tomar una primera fotografía, habría separado pudorosamente los cadáveres, de modo que la siguiente fotografía fue la que se hizo pública para la prensa. Pensé que en la variación de las dos imágenes se alojaba todo un mundo, y que así lo hubiese considerado el propio Zweig.

Modestamente enmarcado colgaba en una pared de la casa el llamado testamento de Stefan Zweig, un breve texto que el novelista había escrito, al parecer, el día anterior al suicidio, dirigido al juez y a la policía. En realidad era un documento tan singular que sólo podía estar dirigido al conjunto de los hombres. En la primera mitad del texto, tras advertir que dejaba la vida por propia voluntad y en plena posesión de sus facultades mentales, Zweig agradecía a los brasileños la extraordinaria hospitalidad que le habían ofrecido, al tener que huir él de Europa, acosado por el nazismo. Finalizaba: “Europa, mi patria espiritual, se ha destruido a sí misma (…). Por eso me parece mejor concluir a tiempo y con ánimo sereno una vida para la que el trabajo espiritual siempre fue la alegría más pura y la libertad personal el mayor bien sobre la tierra. Saludo a mis amigos. ¡Ojalá puedan aún ver el amanecer! Yo, demasiado impaciente, me adelanto a ellos”.

En Petrópolis entendí el resurgimiento, en los últimos decenios, de Zweig como escritor. Al igual que sucede en otros casos, su recepción había experimentado un violento zigzag. Tremendamente popular en la Europa de entreguerras, había desaparecido de las estanterías después de la segunda contienda mundial, como si los estudiantes nazis que quemaban sus libros en las plazas de Alemania hubiesen conseguido exterminarlo para siempre. Con frecuencia veíamos Veinticuatro horas de la vida de una mujer y otras novelas de Zweig en las bibliotecas de nuestros abuelos, pero en la universidad ningún profesor recomendaba a un escritor que parecía definitivamente periclitado. Pero los últimos años del siglo XX, el siglo que lo había llevado a la cima y lo había destruido, albergaron el inesperado retorno de Recientemente he releído El mundo de ayer; Stefan Zweig subtituló Memorias de un europeo a un libro escrito en circunstancias adversas: sin apuntes, sin archivos, sin amigos con los que compartir los recuerdos del pasado y, por encima de todo, en una situación de permanente hostigamiento traumático que, como se deduce del testamento previo al suicidio, no se amortigua ni siquiera en el amable exilio de Brasil. Es más, El mundo de ayer sirve para encontrar explicación al suicidio, aparentemente chocante, de alguien que no está enfermo, no es un fracasado y no es sentimentalmente infeliz. Sirve para encontrar explicación a lo que quizá podría ser definido como un suicidio civilizatorio, si es que tenemos —no tenemos— necesidad de definir actos como este.

Más allá de sus múltiples aciertos literarios, El mundo de ayer es una lección magistral sobre la demolición de los vínculos entre palabra y verdad. Los totalitarismos, a través de los cuales la Europa exaltada por Zweig, junto a tantos otros escritores, se había “destruido a sí misma”, ponían al descubierto que aquella demolición dejaba indefenso por completo al individuo y, en consecuencia, listo para la manipulación y la sumisión. Extirpando la verdad a las palabras se extirpaba también el espíritu a los hombres. Es posible que, en la lejana Petrópolis, Zweig, antes de suicidarse, pensara que los efectos de lo que estaba sucediendo conmoverían irreparablemente el futuro.

Y, al menos en parte, tenía razón. Nosotros, por fortuna y por el momento, vivimos muy lejos de aquel paisaje apocalíptico que se tragó el mundo de Zweig. Sin embargo, en muchos sentidos somos herederos de aquella extinción. Nuestra época ya no ha recuperado, o no ha querido recuperar, la verdad interna de la palabra. Si somos sinceros, nuestra época ya no piensa en términos de palabra o de verdad. “Dar la palabra”, un ritual sacralizado hasta hace poco, ha dejado, en apariencia, de tener significado, y en nuestra vida pública la presencia de la verdad se ha convertido en fantasmagórica, aplastada por las obesas siluetas de la rentabilidad, la eficacia, el impacto o la utilidad. En lenguaje, o la falta de lenguaje, lo dice todo: compárese el tono con el que se proclama la actual construcción europea con el que refleja Zweig en El mundo de ayer cuando hace referencia al entusiasmo con que Rilke, Valéry y tantos otros se referían a la “unidad espiritual” de Europa. Europa era una cultura; no, como alardean los portavoces del presente, una marca.

Con todo, donde el lector actual puede encontrar la mayor vibración al recorrer las páginas de Zweig es al percibir ciertos paralelismos entre los riesgos del pasado y del presente. Huérfanos de la verdad de las palabras, o incapaces de encontrarla y compartirla, también nosotros nos encontramos indefensos ante la manipulación, por más que nuestra fe tecnológica nos mantenga ensimismados. Las épocas parecen muy distantes, es cierto. En la nuestra sólo ha irrumpido una multitud de pequeños brujos que juegan con la mentira y casi todos convivimos indiferentemente con ella. Pero la falta de amor a la verdad entraña el mayor peligro: es el terreno abonado para que los grandes brujos entren en escena.




Sobre el combate de la minería ilegal

Sobre el combate de la minería ilegal

El tema del combate a la minería ilegal ha estado en los medios durante los últimos meses. Ha habido contribuciones conceptuales como las de Augusto Baertl en Caretas, de Roberto Abusada en El Comercio y de Pablo Bustamante en Lampadia. Luego, durante el Simposium del Oroy las de la Plata, celebrado hace un par de semanas en Lima, se desarrolló una mesa de análisis en la que el General Daniel Urresti expuso, en representación del Estado, sus planes para el combate de esta delincuencial actividad.

La mesa del Simposium fue dirigida por Cecilia Valenzuela de Willax y contó con la presencia del propio General y con los comentarios de Thomas Hentschel, director de Better Gold Initiative de Suiza y de Pablo Bustamante, director de Lampadia.

El General Urresti explicó el proceso de combate que está desarrollando contra dicha actividad, basado fundamentalmente en la destrucción física (voladuras) de las instalaciones ilegales usadas por los mineros contaminan el ambiente, abusando del empleo juvenil y albergando todo tipo de delitos conexos.

El General se mostró dispuesto a mantener sus operaciones seudo militares y a reiterarlas cuantas veces sea necesario: “si tengo que regresar 30 veces, lo haré” y “que me esperen en Piura, también iré por allá”, señaló.Ante estas declaraciones, Bustamante la calificó como la campaña del “General Patton”, la cual tendría que multiplicarse y perennizarse para tener éxito, asumiendo que esta fuera la mejor solución.

Antes del evento, Augusto Baertl había declarado: “¿Estamos en Guerra? Estamos bombardeando plantas de procesamiento, que los peruanos necesitamos, estamos combatiendo a sangre y fuego”.

Por su lado, Roberto Abusada había escrito “(…) que había que formalizar  a los mineros (…) prohibir el uso de mercurio y cianuro fuera de plantas
formales, ambientalmente apropiadas y controladas”.

Bustamante, que ya había escrito sobre esto en Lampadia, hizo hincapié en que la minería ilegal: “Es un fenómeno económico y social que va mucho más allá de un aspecto de formalización, que no era una ola, sino una marea imparable que debía ser enfrentada de otra forma”. Recordó el inicio de la imparable “Fiebre del Oro de California” y el eventual nacimiento de la ciudad de San Francisco, según el relato de Stefan Zweig, en su maravilloso libro, “Momentos estelares de la humanidad”.(Ver: La minería ilegal es una marea).

Así como en California no se pudo parar las invasiones, en el caso de Madre de Dios, la cosa es parecida, difícil de combatir con un precio muy alto del oro y un país que hasta hace poco no tenía nada alternativo que ofrecer a esa población empobrecida.

Sin embargo, hoy, después de nuestros avances económicos y sociales de los últimos 20 años si tenemos mucho que ofrecer. Ver sustento en: La minería ilegal es una marea (páginas 4 a 7). Para empezar, el país tiene los recursos como para instalar plantas propias, o dadas en concesión, que tengan estándares de operación limpios, que no usen cianuro ni mercurio, no contraten trabajo infantil y estén debidamente controladas por el Estado. En estas plantas se podría procesar el material de los mineros a costos adecuados. La formalización, entendida en su acepción tradicional, de permisos, RUCs, etc., sería sustituida por los registros de procesamiento de las plantas. 

Esto implica hacer un buen mapeo del fenómeno, diseñar una estrategia integral, conseguir el financiamiento necesario, divulgar oportunamente las nuevas reglas y ponerlas en práctica bajo responsabilidad del Estado. Idealmente, al mando de un plenipotenciario debidamente empoderado, alejado de la politiquería, con capacidad de decisión y firmeza de carácter.

Establecidas las plantas formales indicadas, no habría justificación social alguna para que los mineros ilegales, supuestamente empobrecidos y sin alternativas de ingresos, sigan operando por su cuenta. Ahí si bastaría con un General Patton que ponga en la cárcel a los que pretendan incumplir las nuevas reglas. Lampadia